La luz roja pende del techo y cae a plomo sobre tus hombros desnudos mientras tú, ajena a mis intenciones, trabajas con esmero tratando de positivar las fotografías. Estamos solos en el cuarto de revelado y mi mente sólo piensa en lo bien que refleja esa luz en tu piel. Pareces de porcelana; pura, suave, lisa, pero intensamente cálida. Llevo rato pensando en colarme en tu cabina, silencioso, y cerrar tras de mí la cortina negra que ahora deja abierta la rendija por la que no he dejado de mirarte. Sorprenderte en la oscuridad y besarte antes de que la luz roja se apague. Y mientras lo hago, rodearte con mis brazos por la espalda y dejar que nuestra química acabe sacando los colores de las instantáneas. Pero cuando estoy a punto de lanzarme pienso si no será que los haluros de plata me están haciendo cometer un error. Y freno, mientras sigo conformándome con la imagen de tu melena cayendo sobre tu hombro derecho. Con la excusa de pedirte por un momento las pinzas, llego hasta tu espalda y el olor de tu perfume se impone a todos los que desprenden los productos químicos. Poco a poco aparto la cortina y voy descubriendo más cuerpo, más piel, más perfume y, como si durante todo este tiempo en el que llevo desnudándote en la mente la tuya hubiese estado pensando lo mismo, de pronto te giras, me miras con esos ojos ardientes de luz roja y con la misma delicadeza con la que antes manejabas los negativos, me acaricias el rostro con tus manos mientras nuestros labios se llaman a gritos.
Y es que Sucede Que Hoy quise tenerte en el cuarto de revelado...
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