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Naufragio En Tu Figura

Quiero ser náufrago en el océano de tu piel. Sucumbir ante el empuje de la marea de tu pecho y llegar asfixiado hasta tu ombligo, para allí encontrar un pequeño y recóndito vacío de oxígeno puro. Y respirar de cerca empapándome de tu esencia de mar salado, y caer derrotado ante la bravura de la costa de tus caderas. Caminar al filo de su acantilado y deslizarme poco a poco hasta llegar rodando al paraíso de tu espalda. Y desde allí observar tu melena en forma de lianas, tu nuca de cráter de volcán y tus hombros como el regazo donde tumbarme a descansar. Quiero ser náufrago en las aguas que derramas por tus ojos y deslizan sinuosas por tus mejillas de color de miel. Y nadar a contracorriente mar arriba y penetrar hasta las profundidades de tu mirada clara. Dejarme arrastrar por la marea a través del desfiladero que se abre desde el cuello hasta tu vientre por el centro de tu torso. Sentir los remolinos de furia al pasar sobre tu corazón y percibir el cosquilleo de tu piel amortiguando mi travesía. Y llegar con la fuerza de las olas hasta el tesoro oculto de tu desnudez y vibrar con la caricia suave de la piel pura de tus piernas, que me empujan sin piedad corriente abajo. Quiero ser el navegante sin rumbo y varado en la playa de tu boca. Para dejar de contar los días de crucero y morir extasiado en la fugacidad de un último beso. Y para cuando sólo quede el polvo de mi cuerpo, introducirme por tu nariz mezclado con el aire inspirado de tu última respiración.

Y es que Sucede Que Hoy naufragué en el recuerdo de tu cuerpo...

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Noche De Luna Llena

Cogió los prismáticos y salió al balcón para observar de cerca el rostro de la luna llena que iluminaba el cielo de aquella noche de verano. Le asombraba la perfección de aquel círculo blanco y radiante que resplandecía impetuoso con la seguridad de quien sabe que el sol se desvive por reflejarse en su piel de cráteres y polvo. Buscaba y buscaba entre la estampa luminosa que se abría ante él, los ojos que tantos le presumen a la luna, e incluso la sonrisa que parece esbozar en las noches en que todo fluye alegremente. Los más melancólicos afirman en cambio que la mayoría de días muestra un rostro apesadumbrado. Y luego estaba él, que no tanto por llevar la contraria, como por ser dueño de sus propios argumentos, siempre decía que la luna era el reflejo de la mirada, que a su vez era el reflejo del alma, por lo que según la alegría o tristeza del alma y por tanto de los ojos de quien la miraba, el rostro era uno u otro. En aquel momento nada le importaba tanto como impregnarse de su luz y su magia, para sentir que todo el universo continuaba en su viaje eterno, del que él era sólo un pasajero más. Era en noches como aquella cuando se percataba de la ridiculez y la grandiosidad del ser humano. Un ser tan diminuto que, sin embargo, era pieza clave de aquel sistema, es más, que sin embargo era parte de aquel universo. Y cuando al fin logró dejar su mente en blanco y simplemente disfrutar del momento, creyó ver gracias al aumento del prisma a un ser, diminuto por la distancia, sentado en la ladera de uno de los miles de cráteres que se abrían como vestigios de la brutalidad de una guerra cósmica, de la que el astro blanco no salió bien parado. Atónito ante lo que acababan de ver sus ojos, apartó la vista de los prismáticos, limpió sus cristales, frotó sus ojos con las manos y volvió a observar. No es que entonces aquel ser extraño siguiera en el mismo lugar, sino que, ahora, parecía haber aumentado de tamaño y saludaba sonriente desde la distancia, directo al balcón desde donde miraba. Por segunda vez apartó la mirada, se lavó en esta ocasión la cara con agua fría y volvió intrigado hasta el balcón. Retomó los prismáticos y levantó la mirada hacia la luna que seguía igual de blanca y refulgente. Y allí volvió a encontrar lo mismo, pero todavía más de cerca, tanto, que pudo captar con claridad la escena y observar que aquel que saludaba a miles de kilómetros, no era otro que él mismo en esencia pura. Y comprendió que bastaba soñar y desear estar en un sitio, para burlar las reglas establecidas por un mundo caduco que reclama cambios trascendentales.

Y es que Sucede Que Hoy la luna brilla llena...

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Un Encuentro Especial

- ¿Sabes?, te sienta bien el reflejo de la luna en la cara. No sé, pareces como más mágica, más interesante, como tocada por la gracia cósmica. Se produce un juego de luces y sombras en tu rostro que invitan a coger el pincel y plasmarlo en un gran lienzo. De fondo un mar extenso, profundo, misterioso y a la vez acogedor, con la estela de la luz blanca que llega hasta la orilla.
Por cierto, ¿te has fijado que las olas rompen con más fuerza cuando tú no miras? Es curioso, parece que se enfaden y quieran llamar tu atención. Cuando estás de frente llegan tranquilas a acariciar nuestros pies con el cosquilleo de su paso, pero cuando te das la vuelta para besarme, se enfurecen y tratan de salpicarnos para boicotear cualquier intento de acercamiento. Quien fuera dueño de sus movimientos, para manejar a placer el precioso vaivén ondulado que se dibuja sobre el manto hasta el horizonte que la niebla impide ver ahora.
Pues he escuchado que, por cada caricia robada, la marea crece y debe ser que llora el mar desconsolado tu partida y cada lágrima contribuye a alargar el recorrido de las olas recortando superficie a la orilla. Y no es que quiera suscitar celos ni despertar su bravo rugido, pero esta noche eres mía y no quiero dejar que nada se nos quede en el cajón de aquello que no hicimos. ¿Y si no volvemos a vernos? Esta es nuestra noche y jugamos con una ventaja de seis horas frente al amanecer. Sé que tú debes regresar antes de que el sol raye el horizonte y es por eso que suspiro por cada instante que se escapa.
Y cuéntame, ¿cómo es tu mundo?. Sólo dices que allí puedo ser muy feliz, pero todavía no sé nada de él. ¿Hay amor?, ¿cariño?, ¿pasión?, ¿qué se esconde tras las puertas de tu reino?.
Vale y ya por último, no me quiero ir sin saber esto...¿No es cierto que tu corazón late esta noche como hacía tiempo que no latía? En fin, sé que no puedes hablarme, que no compartimos idioma, pero, ¿sabes lo que pienso?, que las palabras más bonitas son las que se pronuncian en silencio y viajan a través de las miradas. Y con ese idioma de prórrogas y silencios largos es con el que tú me hablas. Así nos entenderemos hasta que la luna desdibuje su reflejo de tu rostro y me indique que debo acercarte hasta la orilla, para devolverte al reino del que esta noche has escapado para conocer mundo más allá de tus barreras. Jamás olvidaré este encuentro, ni la noche, ni la manera en la que tu piel amortigua y a la vez expande la luz de la luna, ni tus silencios, ni tus miradas, ni los latidos que resuenan en tu pecho y me inspiran confianza.

Y es que Sucede Que Hoy encontré una sirena en la playa...

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Palabras De Arena Y Sal

Rugía bravo el mar de fondo en su demostración de fuerza y poder, mientras los rayos de sol se deslizaban por mi cuerpo con suavidad en busca de pequeños rincones aún por dorar. A mi alrededor la gente leía, hablaba, jugaba o incluso dormía plácidamente en aquella fastidiosa y fatigosa hora del medio día. El calor caía con el mismo aplomo que caía la duda desde mi cabeza hasta mi corazón. Aquel parecía el escenario perfecto para calmar temores, respirar el aire salado de la brisa marina y regenerar sentimientos con la ayuda curativa del agua del mar. Primero me acerqué a la orilla para contemplar en calma la línea del horizonte que se perdía a lo lejos y que por momentos parecía más cercana que las respuestas a mis enigmas. Después una ola trajo hasta mis pies una piedra suave y redondeada de forma ovalada, con la que volví hasta mi toalla. Una vez tumbado boca abajo, todavía con la piedra entre mis manos, sentí que necesitaba expresar y dar salida a las inquietudes que recorrían y arañaban mi cuerpo, dejando aflorar todas y cada una de las aflicciones que avanzaban quemando penas en mi interior. Y comencé a escribir en la arena con la piedra como pluma, las palabras que dictaba mi corazón en una columna, y al lado las que salían de manera directa y fría de mi mente. Fue clave el hecho de que la primera lista engrosara en mayor medida y a mayor velocidad que la segunda, pero si hubo algo que terminó por aclarar mis dudas, fue el momento en el que una ola despistada y más osada que las demás, se introdujo sin temor tierra adentro y con su tímida caricia borró las palabras que habían salido de mi mente dejando intactas las de la primera columna. Ahora, a mi lado, sólo quedaba una larga lista de sentimientos e ilusiones que ni el propio mar, aquel que rugía bravo al principio, se había atrevido a borrar.

Y es que Sucede Que Hoy encontré la respuesta en la arena...

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Amor Interestelar

Anteanoche, perdido entre montañas alejadas de la ciudad y su luz, allí donde sólo el reflejo de la luna alumbraba el camino, descubrí que el amor no es sólo cosa de humanos. Sobre mí se abría un vasto manto de estrellas que, pese a estar a millones de kilómetros, se antojaban tan próximas, que por momentos creía estar jugando con ellas entre mis manos. Los luceros se unían y desunían a placer, con la misma facilidad con la que un niño juega a deslizar las piezas por su pizarra imantada. Todo era silencio, oscuridad y magia. Se esperaba una revelación, un estallido metafísico, trascendental, en el ambiente y, bajo mis pies, sentía el latido profundo y primitivo de la tierra conectando con la energía del cosmos. Reinaba la armonía en aquel rincón apartado de la civilización y, conforme avanzaba la noche, sentía cómo mi cuerpo se sincronizaba con la quietud y el sosiego que desprendía cada uno de los astros. Y fue precisamente en uno de esos momentos de tranquilidad, cuando descubrí que el amor no era cosa sólo de humanos. Después de algunos minutos mirando absorto la grandiosidad de la noche, una estrella fugaz apareció de la nada atravesando de parte a parte todo el espacio que abarcaba mi vista. Fue la respuesta que llevaba esperando desde el momento de mi llegada. Pero después de aquella, como si al pasar se hubiese olvidado de cerrar la puerta, comenzó un espectáculo luminoso de estelas blancas deslizándose a gran velocidad. Y allí, rodeado de rastros de polvo blanco, entendí que las estrellas fugaces no eran sino cuerpos ardientes de deseo y pasión que, hartos de permanecer estáticos noche tras noche observando la belleza de los otros a su alrededor, se lanzaban al abismo de manera casi suicida en busca de la colisión contra la amada o, en el peor de los casos, acercar su posición respecto a ésta. Si al primer intento no funcionaba, le quedaba la eternidad de la noche para probar de nuevo. Y, como por todos es sabido que las estrellas adolecen de timidez, -de ahí que sea cada vez más complicado verlas- tratan de llevar a cabo sus maniobras de aproximación de manera ágil y acelerada, esperando incluso el momento en el que ni las compañeras ni la madre luna aprecien nada. Claro que se olvidan de que, por mucho que lo intenten, siempre habrá ojos terrenales que disfruten de la noche contemplando el fabuloso juego de amor y arrimo entre luceros.

Y es que Sucede Que Hoy me embrujó la noche con sus estrellas...

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8:00 am Dirección Schottenring

Todavía, por momentos, me vienen flashes a la cabeza que me transportan en el tiempo hasta los días en que lo único que importaba era disfrutar al máximo de la ciudad que se abriría ante mí durante apenas cuarenta y ocho o setenta y dos horas. No había más tiempo que ese para adentrarte, preguntar, conocer, descubrir, admirar, aprender, observar, caminar, crecer... Y sin embargo era suficiente para que el amor se colara por algún rincón desprevenido de mi cuerpo. Fue así como tú te introdujiste sin permiso en mi pensamiento y ahora tu recuerdo invade mi mente. Pocos minutos pasarían de las ocho de la mañana cuando, ya en el hall del hotel, apareciste de la nada y pasaste junto a mí, aguantando la mirada cristalina de ojos color añil. De no ser porque acababa de salir del baño y por mi cara todavía resbalaban gotas de agua, hubiese jurado que tu imagen era fruto de algún sueño tardío que se negaba a despegarse de mí. Poco después, en el desayuno, pude reconocerte a lo lejos, apartada, sola con tu café en la mano, en una mesa que sólo ocupabas tú. Esta vez no hubo cruce de miradas y me sentía como el espía que vigila cada movimiento de la víctima, o como el estudioso que, frente a una escultura, trata de sacar todo el jugo a la belleza representada mediante la caricia suave del mejor cincel de la época. Por desgracia, tú te quedaste con la etiqueta de escultura y no de víctima. Pero si hay una imagen de aquel día que invade mi pensamiento a menudo y me hace recordarte e incluso traerte junto a mí, es la que ocurrió poco después de aquello, en el penúltimo vagón del metro en dirección al centro de Viena. Ya sonaba el aviso que alertaba del cierre de las puertas cuando apareciste de nuevo, esta vez corriendo para no perder el tren. En tu cara se reflejaba todavía la huella de la noche y en tus ojos se antojaba cierta pesadez de párpados, que sin embargo no enturbiaban ni la luz ni la belleza de aquel par de espejos que parecían tener la esencia del mar en calma en su interior. Mientras escribo estas líneas, siento que te tengo aquí, frente a mí, transportados los dos de nuevo a aquel vagón. Y es cuando me viene la imagen de tus manos jugando con tu larga melena rubia, de tu cara reflejada en el cristal aún bañado en rocío y, sobre todo, del juego sensual al que me sometiste mientras deslizabas con suavidad tu barra de labios por aquella boca disfrazada de pecado. Para cuando me di cuenta y salí de la parálisis momentánea que me producían tus movimientos, ya llevábamos un rato con los ojos clavados el uno en el otro. Apenas cuatro filas de asientos nos separaban y yo creí observar un gran abismo desde el lugar que ocupabas hasta el mío. Seguramente, justo en aquel instante, sobraba el resto de pasajeros que llenaban aquel vagón. Y entre mirada y mirada, o mirada y disimulo, mi parada no quiso esperar y se presentó de golpe. Desde el momento de su anuncio tuve la esperanza de que te levantaras al mismo tiempo que yo, y así compartir unos segundos más contigo, pero tu destino no estaba escrito junto al mío y, sin remedio, continuaste tu camino en dirección quién sabe dónde. Ahora, dos semanas después, me valgo del recuerdo de tu rostro y, cuando tengo ganas de ti, fabrico un sueño en el que el vagón es el lugar deshabitado y perfecto al que, apresurada, subes en la misma estación de Viena y me descubres solo esperando tu llegada.

Y es que Sucede Que Hoy recordé tu mirada marina...

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Aquel Verano En París

Después de tomar el café de la tarde en una terraza al sol de Montmartre, me llevé la guitarra enfundada al hombro y comencé a caminar en dirección a la parada de metro de Lamarck Coulaincourt. Durante aproximadamente hora y media había disfrutado de mi expresso, mientras doraba mi piel, recargaba energías y me ponía al día de las noticias más importantes que no me había dado tiempo a leer aquella misma mañana.

Corría el mes de julio y, después de la fascinación que provocó en mí París, en un viaje alrededor de Europa que había realizado apenas días atrás, había decidido terminar aquí las vacaciones, acompañado únicamente de mi vieja guitarra. Una guitarra que durante años había sido parte fundamental de mi equipaje en todos los viajes que había tenido la suerte de disfrutar. Todo empezó a la semana de volver cuando, embrujado todavía por la magia de la cité de l'amour y alterado como estaba por una extraña afección teñida de nostalgia y desasosiego, tomé la decisión de perderme por sus calles hasta el nuevo inicio de las clases. Al principio las cosas no fueron sencillas; convencer a la familia, hacerme a la idea, la soledad... Fueron días difíciles. Sin embargo todo cambió en el momento en que subí al avión. Ya no había vuelta atrás, la suerte estaba echada. Lo primero que hice al llegar fue conseguir un lugar donde vivir y, encaprichado como estaba con disfrutar de Montmartre cada mañana desde mi ventana, me dirigí directamente allí en busca de alguna pensión. No importaban los años de vida del edificio, el estado de conservación, los servicios... Me conformaba con una cama limpia y una gran ventana con vistas al barrio más bonito que jamás había conocido. Y lo conseguí. Una pequeña habitación en una antigua pensión situada en la Rue Tardieu, con vistas al mismísimo Sacré Coeur y su abarrotada escalinata. De cristales para dentro, nada más allá de lo necesario; de cristales para fuera, todo un regalo para los sentidos. Y a diario. Era a la hora de ganarme la vida cuando mi guitarra entraba en juego. Cada mañana, después del café y el croissant del desayuno, iba con la guitarra a cuestas hasta el rincón de la ciudad que más me apeteciera. Unas veces los Jardines de las Tullerías, otras las puertas de Notre Dame, las calles cercanas a la Place du Tertre o los interminables túneles del complejo entramado de la red de metro de París. Siempre que podía me escapaba hasta la parada de Palais Royal Museé du Louvre y tocaba rodeado de todas las esculturas y restos artísticos que decoran las galerías de aquella estación. La recaudación diaria no era excesiva, pero era suficiente para pagarme la pensión y las comidas, en mi aventura veraniega. Yo era feliz, me sobraba alegría y sólo me faltaba saber detener el tiempo, para no ver llegar el día de mi regreso.

El sonido del metro llegando a la estación de Lamarck Coulaincourt me devolvió a la realidad, disipando los recuerdos de aquellos primeros días en París y, con el regusto del café todavía en los labios, me subí al vagón en dirección a Champ de Mars-Tour Eiffel, donde había quedado con una joven estudiante de arte dramático, que conocí una tarde mientras tocaba solo la guitarra, sentado en la Île de la Cité, con los pies colgando y la mirada perdida sobre el Sena.

Y es que Sucede Que Hoy me perdería por las calles de París...

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Si Supieras La Pena Que Me Da(s)

Por esta noche rescataré mi estilográfica del último cajón de la mesita de noche, para escribir con tinta lo que bien podría escribir con la sangre que mana hoy por mis lagrimales. Mis ojos lloran en rojo la pena que les produce saber que donde hubo ya no queda y donde estaban ya no esperan. Y rellenaré páginas y páginas con palabras que resuenan en mi interior, ahora que ya he aprendido a escuchar los alaridos provocados por el juego triste y sucio al que te sometes día tras día. Y puede que sean estas las últimas palabras que lleven tu eco, o puede que no -si algo he aprendido contigo, que no de ti, es a no creer ciegamente en nada-, pero al menos te aseguro que en ellas va la alegría manchada de desilusión, al ver cómo destrozas tu vida por el miedo a la verdad. Y llora ahora todo lo que yo ya hice mientras tú te divertías barajando las cartas del destino de la gente, como quien manipula sus muñecos de trapo y decide cómo usarlos y aprovecharse de ellos. Qué enfermizo es el amor y qué previsible tu desdicha. Coger de aquí y de allá sin permiso, reír hoy para llorar mañana, disfrazar la verdad en tu mundo de apariencias. Hoy he sentido pena hacia ti y no por ti. Hoy mis ojos se desprendieron de la fina gasa que tu palabrería y melodrama habían logrado fabricar, y al fin descubrieron la realidad sin la mediación de un sentimiento enfermo. Un día quisiera ir con un alfiler a escondidas tras de ti, para pinchar con su afilada punta la burbuja de jabón dulce con la que te envuelves cada mañana para no probar la amargura de la realidad. Porque la amargura existe, pese a tu desconocimiento, e incluso gente como tú es la que tinta de amarillo bilis lo que otros veían blanco y puro. Puede que esta sea la primera noche en que no estoy triste por mí y paradójicamente lo estoy por quien provocaba esa misma tristeza. Y me paro a pensar en los días junto a ti y en cuánto de verdad y cuánto de mentira había en tus palabras, en tus caricias, en tus besos de labios manchados. Y grito y callo y río y tiemblo y respiro y siento. Siento que tu mundo de apariencia y falsedad se destruya por momentos, pero más siento todavía que por ese mismo mundo de apariencia y falsedad, nunca logres saborear los placeres absolutos de la vida y la amistad. Sólo el día en que reviente tu burbuja y te quites la máscara sonriente que acostumbras a llevar, sólo entonces, estarás en disposición de conocer la felicidad. Pero para que ese día llegue, empieza por detener tu vida un solo instante, trata de escuchar a tu propio interior y haz hueco para un poco de madurez y realidad, que no te harán ningún mal. Y recuerda, que para recoger primero hay que sembrar y que la vida y el tiempo, colocan a cada cual en su lugar.

Y es que Sucede Que Hoy pasé por enfermería...

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Soledad De Un Banco

En un lugar transitado de Viena, entre museos y palacios de valor incalculable, yace solitario un banco de madera cargado de historias y momentos, que ahora resbalan lentamente por sus patas, mientras observa triste el devenir de coches levantando agua a su paso. A ojos ajenos y vulgares es un banco más, como los miles que uno puede encontrarse a lo largo de un paseo por cualquier ciudad del mundo. Sin embargo este es especial. Y lo es por el suave palpitar que se siente cuando estás sentado sobre él. Está vivo, respira, ríe, llora, acomoda o incomoda según el trato de quien lo emplea. Pero lo más curioso y por lo que realmente es famoso este banco, es porque tiene la capacidad de hablar, si logras conectar con él y crear un clima de confianza. A mí me ocurrió la otra noche. Les cuento.
Volvía caminando al hotel, después de un día agotador, con largas caminatas, esperas y carreras, cuando pasé por su lado y sentí que algo me atraía hacia él. En un principio pensé en el propio cansancio y la flaqueza de unas piernas que comenzaban a reclamar una tregua, después del abuso cometido hacia ellas. Sin embargo, la sensación de atracción era más fuerte todavía. Así que, movido por alguna fuerza extraña, me dirigí directo hacia él y caí sentado sobre la madera. Me acomodé recostándome sobre el reposabrazos de hierro y traté de aprovechar aquel parón involuntario para coger aire y relajarme. Respiré profundamente unas cuantas veces hasta que el pulso de mi corazón disminuyó el ritmo y pronto quedé en un estado de quietud absoluta, sin importarme la continua danza de coches que deambulaban frente a mí. Y fue entonces, en el momento en que más relajado me encontraba, cuando comencé a escuchar un leve susurro de voz anciana. Rápidamente me giré para comprobar de quién se trataba, pero a mi alrededor no había absolutamente nada ni nadie. Pensé de nuevo en el cansancio y en una mala pasada de mis sentidos, pero la voz resonó al instante por segunda vez. En aquella ocasión, pude descifrar el mensaje narrado con voz de ultratumba y de entre la secuencia de sonidos creí escuchar una frase, que decía algo así como: "no busques más, estoy justo debajo de ti, y en tu espalda, y en tu brazo... "
Entonces entendí que era el propio banco quien hablaba y, una vez advertido aquello, éste comenzó su discurso:
"Verás, siento haberte forzado a sentarte en mí de esta manera, pero durante todo el día de hoy ha llovido y nadie me ha utilizado. A estas horas y estando como estoy acostumbrado a estar siempre ocupado, la soledad se ha apoderado de mí en este día gris. Si tienes mucha prisa, entenderé tu marcha, pero sólo quería compartir unos minutos con alguien, para contarle mi vida y estar acompañado por poco rato que sea." -Yo creía estar alucinando pero, a decir verdad, inexplicablemente, tampoco me resultaba del todo extraño estar hablando con un banco. Siguió.
"Por la madera de mi cuerpo ha pasado todo tipo de gente: solteros, casados, divorciados, altos, bajos, gordos, flacos, gente de aquí, de allá, jóvenes, ancianos...Pero sin duda los que más me gustan son las parejas de enamorados. En ocasiones me siento privilegiado de servirle a dos jóvenes apasionados de lugar de unión, de escenario para el beso, para la caricia, para el abrazo. Incluso me apasiono cuando siento el tacto de un rotulador o una pequeña navaja desquebrajando mi piel, mientras dibuja el trazo de un corazón con dos iniciales dentro. Desde ese momento paso a formar parte del recuerdo de los dos dueños de esas letras enmarcadas. Escucho melodiosas palabras en forma de piropos, halagos, promesas. Se enciende mi piel cuando pasan horas y horas y los cuerpos encendidos de los enamorados permanecen fundidos. Me sonrojo cuando se crean silencios inoportunos por la falta de tacto de uno de ellos, e incluso lloro desconsolado cuando sólo sirvo de platea para poner el punto y final a una relación. Son momentos tristes, en los que quisiera ser otra cosa. Tal vez una flor, sí una flor, una rosa, por ejemplo, para ser regalada en esos momentos y provocar la reconciliación. Pero no puedo transformarme en rosa y me toca escuchar palabras dolorosas y soportar el goteo incesante de lágrimas cayendo de unos ojos que pierden brillo a cada instante. Es duro y traumático, pero esa tristeza desaparece al momento cuando, sólo minutos después, de nuevo el amor inunda mi cuerpo bajo la forma de otra pareja que viene a mí para regalarse besos apasionados. Ellos nunca se dan cuenta, pero en este tipo de ocasiones, hago lo posible por acomodar a las personas que me emplean, acolchando mi piel y calentando con suavidad la parte que ocupa cada uno. Es la mejor manera de hacer que permanezcan por más tiempo. Pero si me dejas, ahora te voy a contar lo que me sucedió ayer..."
De pronto, sentí que me mojaba los zapatos y desperté asustado. Entonces comprendí que todo había sido un sueño. Que mientras había estado descansando en aquel banco, el cansancio me había vencido definitivamente y la fantasía se había apoderado de mi mente. En cuanto a mis zapatos...nada, un buen hombre a bordo de su coche, seguramente con prisa, que había pasado junto a mí a toda velocidad, levantando el agua de un charco próximo que vino a parar directa al bajo de mis pantalones. Me puse en pie, dispuesto a continuar mi camino y, antes de marcharme, me despedí de mi compañero de sueño con un par de palmaditas sobre el respaldo.

Y es que Sucede Que Hoy recordé aquel banco de Viena...

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A Través Del Espejo

Evadido del mundo, encerrado en un amasijo de hierro y cristal, absorto, ajeno a la realidad de afuera, perdido, medio adormecido con las manos en el volante y el sol cansado de la tarde agonizando en el horizonte. La música me ayudaba en mi intento de fuga de lo que acontecía al otro lado del cristal y el aire acondicionado hacía lo propio respecto a los más de treinta grados que arrasaban con su aplomado caminar, calles, parques y casas. Entretanto, la ciudad parece dormida o devastada por un mutismo generalizado del que no he sido consciente -tal vez sí afectado- y son pocas las almas que deambulan por las aceras y calzadas. Son los efectos de la ola de calor, del verano, de las vacaciones y las ausencias prolongadas, e incluso del pavor usual a los vientos áridos procedentes del mismísimo Sáhara. Frente a mí comienza una de las secuencias cromáticas más comunes y repetidas de cualquier ciudad. Primero verde, luego ámbar y seguidamente rojo. El semáforo hace que me detenga detrás del único coche que he visto circulando en los últimos minutos. Mientras la música y el aire frío que golpea mi cara en el interior del habitáculo continúan a la suya, mis ojos se dispersan contemplando los alrededores sin prestar demasiada atención, hasta que, sin ni siquiera andar buscándolo, se fijan en el espejo retrovisor izquierdo del coche que me precede en la espera del semáforo. En él, el reflejo de una bella mujer ocupa la totalidad de su forma. Gafas de sol grandes, apoyadas sobre una nariz de escultura helenística y unos labios tiernos y húmedos, que por momentos intuyo de un sabor dulce y fresco. Juraría que ella también mira, pero sus gafas me impiden acertar en la dirección que sigue su mirada. Su brazo derecho, apoyado por el codo en el asiento de al lado, le vale a su vez de sujección para su cabeza, que descansa ligeramente inclinada sobre el puño cerrado. Con la mano izquierda, juega y modela su larga melena ondulada incitando al pecado al improvisado voyeur que le observa atento y disimulado desde su coche justo atrás. El semáforo sigue en rojo y, pese a la prisa, pagaría millones porque un fallo eléctrico bloqueara la secuencia de aquel regulador y el verde nunca llegara a aparecer. No es que durante rato había sido mi único contacto con la humanidad, es que a decir verdad, había sido mi único contacto con lo celestial en todo lo que llevo de vida. Aquella manzana en forma de mujer tenía el don de atraer miradas y pensamientos. Mi mente echaba a volar imaginando que ella era consciente de mi atención y seguimiento y, tal vez por ello, lucía así de bien. Pero pronto caí en que lo suyo era talento y belleza natural, involuntaria, desprevenida. Y como dicen que los verdaderos placeres son aquellos que tal como se producen se esfuman al instante -por aquello de disfrutar al máximo el momento a sabiendas de su volatilidad-, el semáforo no quiso esperar más y cambio a verde. La mujer del espejo volvió a poner su cuello recto, bajó el brazo que tenía apoyado, introdujo la primera marcha y justo antes de salir, se quitó las gafas de sol, miró directamente por el espejo interior a mis ojos y me lanzó un beso con la mano. Después, simplemente marchó.

Y es que Sucede Que Hoy descubrí la belleza en un espejo...

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Historia De Un Paraguas

Caía el sol de media tarde tiñendo de dorado las aguas de los canales y los tejados de las casas en lo que, hasta el momento, había sido un día como otro cualquiera de mi vida en Amsterdam. Era julio y, a diferencia de los miles de turistas que inundaban nuestra ciudad a diario en estas fechas, los residentes sabíamos que la estabilidad del cielo que cubre nuestras calles es tan delicada como una flor recién desplegada a la vida. Ahora puedes caminar tranquilo disfrutando de los rayos de sol en tu frente y a los dos segundos, sin embargo, puede tornarse un viento inesperado que anuncia a destiempo un nuevo chaparrón veraniego de los que vienen, descargan y se van con tanta rapidez como violencia. Salí de casa dispuesto a ir a un café céntrico en el que solíamos reunirnos los compañeros de la agencia, para llevar a cabo la tormenta de ideas que diera luz y forma a las peticiones que nos llegaban desde todas partes del mundo. La de aquel día debía ser fructífera y convincente, ya que se trataba de uno de los encargos más importantes de los últimos años. Así que cogí la bicicleta y puse rumbo al lugar de encuentro, mientras pensaba de camino en la dirección que debían tomar mis ideas, de acuerdo con las exigencias del cliente. Mi casa estaba apenas a diez minutos del centro pero, como he dicho, los veranos en Amsterdam son traicioneros y la lluvia puede cogerte desprevenido en cualquier esquina. Y así ocurrió. Acababa de torcer por PrinsenStraat, cuando un remolino de hojas y papeles me alertó de la proximidad de un nuevo chaparrón. Pedaleé lo más rápido que pude hasta encontrar un lugar donde cobijarme mientras durara la tormenta y, finalmente, encontré un cobertizo en la esquina de SpuiStraat con RaadhuisStraat, al que llegué justo cuando las primeras gotas golpeaban el asfalto. Pronto pude ver como millones de partículas de lluvia se posaban sobre la superficie del canal Singel creando ondas que chocaban unas con otras y dibujaban cenefas circulares sobre el manto manso de aguas oscuras y verdosas. No tardó en adquirir violencia y, como si toda el agua del mundo residiera en la nube situada por encima de mi cabeza, pronto se hicieron los primeros charcos y se escuchó el suave discurrir del agua por los laterales de la calzada pegada a los bordillos. En momentos como aquel la ciudad moría durante unos instantes y sólo algún descerebrado y otros muchos turistas osaban enfrentarse a la quietud que reinaba como consecuencia de la paraplejia que provoca la lluvia en las personas. Y en mitad de aquella escena, justo frente a mí, una chica de no más de veinticinco años luchaba empapada por mantener su bicicleta en línea recta pese al viento y el agua cuando, al pasar por delante de donde yo me resguardaba, la rueda delantera fue a meterse en el raíl de las vías del tranvía desestabilizándole y haciéndole caer en mitad de un charco. Rápidamente y sin pensármelo dos veces, me acerqué hasta ella para prestarle mi ayuda, cuando descubrí dos ojos de un verde intenso escondidos bajo la capucha que le resguardaba tímidamente de la lluvia. Tras comprobar que estaba bien fui hasta donde había quedado su bicicleta para recogerla y llevarla junto a la mía, donde ella trataba de sacudirse la ropa y la melena. Intercambiamos algunas palabras; nada más allá de su estado físico y del estado de sus prendas empapadas, pero algo surgió entre nosotros sin esperarlo. Fue en el cruce de miradas, en la voz que resonaba en sus palabras y en la alegría que desprendía pese a la caída recién sufrida. Le presté mi paraguas porque aseguró tener prisa y, desde entonces, cuando llueve, camino o circulo con mi bicicleta bajo la lluvia sin protección, esperando encontrar entre el numeroso baile de paraguas, uno que me resulte familiar.

Y es que Sucede Que Hoy me perdí de nuevo por Amsterdam...

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Pasión En Sus Miradas

Bañados por la escasa luz de una noche estrellada sobre el suelo de París, dos amantes se miraban con deseo, frente a frente, muy de cerca. En el cruce de sus miradas se intuía un rayo de energía pura que iluminaba sus rostros con la magia de un reflejo apenas perceptible. Saltaban chispas y crepitaban los sentimientos ahogados en un mar de frialdad, que por momentos parecía disecarse, acercando el error hasta la dudosa frontera de la voluntad. Era tal la profundidad de aquella mirada, que en ocasiones creían desnudarse con solo penetrar, a través de sus pupilas, hasta la misma esencia del otro. Admiraban el destello de sus pieles y quedaban prendados del brillo de unos ojos que por momentos parecían miles. Se amaban intensamente aquella noche, como si la suave brisa que acariciaba sus cuerpos fuese la última que hubiera de llenar sus pulmones, como si al deseo irrefrenable de tenerse el uno al otro se le acercara la fecha de caducidad. Y así enloquecían cara a cara, separados sólo por un espacio plagado de ilusiones y lujuria, mientras los minutos avanzaban en un reloj que no quiso escuchar sus plegarias y arremetía con fuerza contra las horas que les separaban del alba. Sus labios intercambiaban palabras que avivaban la pasión de una sangre que corría ardiente por sus venas, cautivando los sentidos entregados al éxtasis celestial disfrazado de pecado. Hacían el amor con la mirada y compartían besos, caricias y abrazos sin el más mínimo roce entre sus cuerpos. Todo era puro y casto gracias a la sensualidad entregada en cada lapso entre pestañeo y pestañeo. Eran dueños de la noche, dueños del espacio, dueños de las miles de miradas que lanzaban avizores desde abajo los espectadores como yo. Los amantes que encandilaban con su baile de silencios y promesas, no eran otros que la luna y la majestuosa Torre Eiffel, en su propósito de conquistar al astro y ser reflejo de su blanca luz.

Y es que Sucede Que Hoy respiré de nuevo el ambiente parisino...

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El Regreso

El sol penetraba con fuerza a través de la diminuta ventana situada junto a mi hombro derecho, ofreciendo la visión de un mundo lejano y extenso desde las alturas. Perdido entre recuerdos y la nostalgia irremediable de quien regresa de un viaje queriendo prolongarlo de por vida, miraba desentendido un cielo azul manchado de esponjosas nubes blancas, que de vez en cuando acariciaban la piel metálica del avión que me llevaba de vuelta a casa. Con ellas creaba formas y en ellas veía el reflejo de la eternidad y la grandeza natural de una vida cuidada entre agasajos y algodones, protegida de aquel sol ahora algo más cercano de lo normal. Una estela blanca trazaba una línea recta en el cielo mientras un niño la seguía con su dedo desde tierra y esa misma estela blanca era la que trazaba mi trayecto de regreso. Un regreso indeseado aunque necesario; un regreso innecesario aunque deseado. En cualquier caso, un regreso con sabor a "hasta pronto" y esencia temporal, pues todos y cada uno de los lugares que ocuparon por segundos mi retina quedan para siempre grabados a fuego en la memoria y me recuerdan que existen pedazos de mí esparcidos por los más bellos rincones del viejo continente, esperando a ser recogidos de nuevo en un porvenir. El sonido monótono de las turbinas rugiendo en su esfuerzo por mantenernos elevados acrecentaba el tedio y la melancolía que ya había comenzado horas atrás, mientras esperaba en la sala de embarque, observando por la gran cristalera de enfrente, cómo pasaban los enormes aparatos y los minutos en el reloj que colgaba de una pared cercana. Entonces me venía el sentimiento apenado del adiós, el abrazo amargo de un tiempo que no quiso prolongarse por más ruegos que le hiciese. Cada vez quedaba menos para ocupar mi posición, luego para elevarnos, luego para tomar tierra, luego para salir, luego para esperar el equipaje... y, por último, para llorar lágrimas de tristeza por el fin de los días plenos y lágrimas de alegría y agradecimiento por la misma plenitud y apogeo de un sentimiento viajero que florecía en mi pecho y aguardaba atento el momento de volver a llamar a mi puerta en busca de nuevos destinos.

Y es que Sucede Que Hoy regresé de un gran viaje...

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