Una Ciudad, Tú y Yo
Y es que Sucede Que Hoy fue nombrarlo y vernos allí...
Y ES QUE CADA DÍA SUCEDE ALGO EN NUESTRAS VIDAS DIGNO DE SER OBJETO DE REFLEXIÓN
Debe ser que no estoy muerto; que no he caído en la desgracia del olvido; que mis pasos continúan dejando huella en el camino. Y debe ser que aún suspiro; que a lo lejos se despierta un sutil quejido; que en el pecho aún hay sitio para más y más latidos. Puede ser que te sienta hasta dormido; que en las noches acaricie o desgarre tus vestidos; que la luna sea a la vez la luz, la espía y nuestro nido. Y puede ser que tus besos sean antídoto y por ellos resucito; que son bálsamo de sueños y delirios; que desatan las pasiones que sin miedo escenifico. Porque hoy me acostaré pensando en tu mirada, en el gesto que dibujas cuando una sonrisa lanzas, en el tacto de tus manos entrelazadas a las mías aferrándose con fuerza y transmitiendo su energía. Y me dormiré susurrándome tu nombre como mantra, acallando un "me encantas" que me nace, que se lanza y de la punta de la lengua no se marcha. Cerraré con fuerza la boca para no dejar escapar los retales de los besos que aún descansan en mis labios y oleré mi mano impregnada en el perfume que he robado de tu cuello mientras los dos cerrábamos los ojos y volábamos en silencio al reino de la excitación, el fervor y el entusiasmo. Y para cuando haya caído rendido ante las sábanas, rescataré los sueños que me llevan junto a ti; las imágenes oníricas que últimamente acostumbran a quererte dibujar únicamente a ti. Y seguiré a tu lado en la distancia, abrazado a ti por debajo de tu edredón desde mi cama, más allá de los límites de la existencia, y tocaré y sentirás mi mano recorriendo tu espalda haciéndote cosquillas con su paso lento, hasta erizar tu piel y sentir tu sangre hirviendo adentro.
Y al fin llegó como llega el invierno sin falta cada año; de noche, en silencio, torciendo la esquina de una ciudad dormida sin edredones. En el cielo una luna infinitamente redonda y pura regalaba su luz iluminando los árboles agitados por un viento gélido. Las manos y el corazón temblaban, no sé ya si por ese mismo frío o por los nervios de saber que era el momento; que no habrían más esperas; que la magia dejaría que de un abrazo brotara una pasión parcialmente suicida. Y el beso cayó al labio como al alma el suspiro. Dos cuerpos se juntaron en un mismo instante suspendido eternamente en el tiempo, mientras los sueños se fundían en un cuento con millones de páginas vírgenes de argumento. Espacios en blanco para escribir en verso la vida de dos locos perdidos en un mundo ajeno. Y tal como había llegado se fue con el invierno aquel lapso de ensueño, dejando al desnudo dos rostros nerviosos pero sinceros. La semilla se regaba con la savia de aquellos besos y en el pecho florecían tallos como almendros en enero. Una primavera temprana perdida en el calendario que trataba de hacerse hueco entre lágrimas de hielo afilado. Pero el sol sabía que había llegado el turno de sus rayos, el momento de arrasar el frío y cubrir el prado de dorado. Que la pena se esfumara entre lamentos con la fuerza de un silencio que pusiera fin al duelo. Eran tiempos de alegría; eran tiempos de añadirle páginas y vivencias a la biografía.
El peso de la noche templada caía suavemente sobre la arena virgen de una playa construida en sueños a base de ilusiones y ojalás. En lo alto, la luna brillaba pura y radiante aportando la luz necesaria para reflejar en pieles y pupilas los deseos de dos almas encendidas con la llama del destino. Los cuerpos, entrelazados y entregados al sublime arte de la seducción, se compenetraban rozando piel con piel sin dejar de observar el manto de estrellas que se abría sobre ellos en un vasto lienzo pardo. A lo lejos el rumor de las olas festejando aquel instante de pasión acompañaba con regalos de sonidos imposibles y caricias que venían en forma de ola hasta mojarles los pies. No era la primera vez que visitaban aquella playa paradisíaca. Mucho tiempo atrás, incluso desde el más absoluto desconocimiento, los dos habían compartido una noche como aquella. Una noche en la que se juraron volver, dejando escrita una nota en la arena..."Viajaré hasta donde anoche dejé escrita una nota diciendo que volvería. Te veré allí, sentada en la arena esperando mi regreso. Y volveremos a ser uno mientras la luna nos deje...". Al fin ese día había llegado más de un año después. Pero no importaba el tiempo. Todo lo que un día fue un sueño se cumplía ahora en la realidad. La playa, la musa, la misma arena con la misma nota, idéntica la luna tiñendo de blanco un porvenir esperanzador. Sólo cambiaba un detalle; las caricias antes imaginadas ahora podían sentirse con las yemas de unos dedos anhelantes durante tanto tiempo de aquella misma piel.
Mágica la luna que brilla allá en lo lejos y nos recoge a esta hora con su blanca luz nocturna. Fuego el que me corre por las venas en los minutos que transcurren lentos antes de volver a verte. Brisa suave la que envuelve tu figura y desprendes con aromas hechizantes impregnados en el aire. Dulces besos los que sueño de tus labios fusionados con los míos mientras lucen sin tapujos en lo alto las estrellas...
Y como en un ataque de sinceridad desbocada salieron de su boca las verdades que durante tanto tiempo había tenido que callar. Por sus venas corría ardiente la sangre tantas otras veces derramada por los lagrimales, mientras las manos le temblaban de impaciencia y nerviosismo. Había decidido dar el paso casi sin darse cuenta. Ahora las palabras se agolpaban en su mente esperando que unos labios tímidos y titubeantes permitieran transmitir los ecos reprimidos en lo más profundo de su garganta. Tiritaba, palpitaba acelerado su corazón y la catarsis se apoderaba del momento. Era como el arrebato de un ciclón contenido en en una sola gota de agua salada. En su pecho se palpaban los latidos de un corazón agitado y sorprendido por las respuestas. Por primera vez había dejado de lado la vergüenza y había decidido atravesar el abismo del ¿por qué no? sin miedo a la caída, o a que el viento de allá arriba llegase con la fuerza suficiente para tumbarlo de un soplido. Nada le importaba, había aprendido a volar solo, a planear mientras pendía de las nubes hasta llegar a salvo a tierra. Una vez le bastó para comprobar el dolor de caer en picado sin abrir las alas. Y aprendió de su error para no volver a hacerse daño. Sin embargo ahora caminaba por la cuerda floja, sin mirar atrás ni abajo, con la vista clavada en el otro lado del precipicio; en un horizonte lejano y difuso; en un confín que quedaba a mucha distancia de allí. Tal vez al llegar al otro lado se encontrara con que allí nadie le esperaba. Después de su valentía el desierto de arena y piedras le recibía en la más absoluta soledad. Y ni eso le importaba. Su alma curtida en desazones le había enseñado a que la felicidad estaba en el camino y por eso ya se sentía feliz. Acamparía allí, al otro lado del abismo, en la montaña del destierro, esperando que otra vida igual de audaz y valerosa cometiera la osadía de atravesar el fino alambre suspendido sobre el acantilado. No importaba el tiempo. Ni siquiera le importaba el hecho de que no ocurriera jamás. Cuando desilusionado por la espera en balde se cansara del lugar, todo sería tan sencillo como volver sobre sus pasos y encontrar de nuevo la felicidad en el camino de vuelta.
La luna eclipsa de blanco la estampa de una noche de invierno que sobrevuela con sensualidad las sábanas frías de mi colchón. A lo lejos, oculta entre un millón más, diferenciada únicamente por la casualidad de que mis ojos hayan ido a parar allí, una estrella parpadea emitiendo mensajes en clave que mi mente no es capaz de descifrar. Trato de sintonizar con el cosmos, respirar profundamente mientras mi mirada se centra en el destello intermitente del astro. Y como a retales de verdad vislumbro con incredulidad los despojos de una realidad paralela. En ese momento me dejo llevar por los brazos del tiempo al compás del ritmo que marca el universo. Las imágenes se suceden y comienza el relato de mi vida. Instantes que se dibujan en secuencias desordenadas completando las páginas de vivencias experimentadas a lo largo de los años. Son segundos de recuerdos de otros tiempos que existieron y quedaron para siempre grabados a fuego en el trastero de mi alma. Algunos no los recuerdo, otros creo estar viviéndolos en ese preciso instante y los hay que creía borrados y olvidados y sin embargo mantienen casi intacta su savia. Son retazos de una vida recobrada en sueños. Improntas efímeras de lo que un tiempo fue y dejó de serlo. Y aunque por momentos vuelvo a abrir los ojos para comprobar si el lucero sigue ahí, me pierdo en la inmensidad de la noche estrellada hasta comprender que por cada punto de luz un segundo más de vida me acompaña en el viaje. Y compruebo que alrededor de esa estrella, de justo la estrella que contemplo en cada momento, sólo luce la más profunda oscuridad. No hay estrellas a su alrededor. Soy un cuerpo celeste solitario, una luz sin dueño, un brillo amparado por la magia de la luna.
Un sentimiento ahogado en cenizas dilata el tiempo de una tarde lenta. Por debajo de la piel los ecos de un corazón excombatiente retirado a quehaceres menos implicados y complicados que el amor luchan por hacer sentir su leve impulso esperanzador. Pero la esperanza se marchó con el último tren rumbo a un lugar desconocido. Los párpados comienzan a pesar y sucumben por momentos ante el poder dictatorial del sueño. Sin embargo, pese a la extenuación, persisten en su intento por permanecer abiertos a la realidad del mundo que les rodea. Caen, se levantan y vuelven a caer. Pero justo antes del definitivo adiós recuperan un hálito de energía para lentamente sobreponerse. Y el pesar cae al pecho como la noche a la ciudad; lenta, oscura, fría... Corresponder con sensaciones a sentimientos es un juego sucio del que nadie debiera nunca alardear, pues un beso es suficiente para un salto sin retorno, para bien o para mal. Pero y qué fácil es decirlo y perderse en el camino del intento. Fracasar en el propósito y cederle la victoria al fraudulento reino del ahora. Saber que no se puede, creer que no se debe, querer que todo y nada llegue. Entonces el pecado enfunda una verdad callada a gritos. Y los gritos ensordecen de silencio. Y yo, sordo, callo gritando silencios muertos. Es el miedo al demasiado tarde, la incertidumbre ante el y si..., el imperante dogma del ahora no. Y la tarde pasa igual de lenta que al principio. Con el mismo sentimiento ahogado en cenizas; las de un alma que sufrió y desde entonces aún humean sus recuerdos de momentos perdidos e ilusiones rasgadas.
El silencio se apoderaba de cada esquina de la habitación. Las paredes, escondidas tras la fina capa de pintura verde pastel, espiaban de reojo ruborizándose por el ímpetu de aquella fusión. Los muebles, las estanterías, los libros y los cuadros respiraban suavemente sin llamar la atención, haciendo como que no existían, que dormían ajenos a lo que ya había ocurrido en el salón. Y con ojos entornados, disimulo y una fuerte excitación, husmeaban con sigilo y envidiaban la pasión. Entretanto, la almohada era testigo del desnudo de una flor, que con dulces intenciones deshojaba su exterior. Fresca, pura y blanca del color del algodón, con sus manos palpaba el aire que espesaba a su alrededor. Los cuerpos se encendían anulando al calefactor y entre besos y miradas iba entrando el alba provocando desazón. La noche terminaba y con ella la pasión, que volvía a enfundarse en su traje negro camuflando una traición. Atrás quedaba una oscuridad rota con la aurora, en la que manos, labios, pieles y silencios se mezclaban con suspiros provocados por la euforia y el fervor. La atmósfera ardía en llamas de deseo y en las profundidades de las sábanas respiraba exhausto el tallo de la flor. Era tiempo de marcharse y dejar entrar el viento para borrar las pistas, el aroma y los ecos pronunciados con sofoco, vehemencia y devoción. Allí permanecería siempre el recuerdo de un secreto que tejieron cautelosos una rosa y un floricultor.
- Cierra los ojos y deja que te bese -dijo mientras sostenía entre sus manos la rosa que acababa de regalarle.
El humo del incienso ascendía trazando formas sinuosas hacia el techo de la habitación. Un camino imposible de curvas y bailes al son de las diminutas corrientes que se formaban con sólo respirar. La oscuridad de la habitación quedaba rota por la tenue luz anaranjada de la lámpara de sal y el aro de fuego que devoraba con parsimonia la barra con aromas de la India. Las paredes respiraban aquel humo y amortiguaban con sus esquinas los zumbidos de la espiga consumiéndose. De fondo, como surgiendo de debajo de la cama, las sonoras notas de una tuba caminaban con sigilo por encima del sonido de olas acompasadas. Delicias para unos oídos abocados a la estridencia de unos tiempos ruidosamente descuidados. Con los pulmones llenos de la esencia desprendida por el incienso y con el pensamiento guiado por un segundero lento regulando mi tempo como el metrónomo el del pianista, comencé a intuir tu rostro entre las figuras escurridizas que formaba el humo. Y contemplé tu sonrisa de labios gruesos y radiante blancura; tu frente lisa y despoblada salvo por un mechón rebelde; tu nariz delicadamente pura y trazada con finura; tu barbilla redondeada, puerta al paraíso de tu boca; la piel tersa y brillante de tus pómulos casi esféricos; tus ojos claros infinitos de mirada profunda y ardiente. Las ondas dibujaban tu melena agradecida y del mismísimo aro de fuego rodeando el incienso se adornaba tu cuello. Te veía entre muros de humo espeso ambientador y te sentía entre lazos rotos en un pecho abandonado. Y quise acariciar tu cara con mi mano por sentir de nuevo el calor de tu piel, pero fue acercar mis dedos a tus labios y como un reflejo en el lago tu rostro comenzó a desfigurarse hasta desaparecer. Deformada te admiré en tu camino hacia la nada y todavía te creía ver, pero fue tocar el techo y esfumarte para siempre; esfumarte para siempre como ayer.
Las calles de Madrid amanecían ajetreadas dadas las fechas en las que nos encontrábamos. Diciembre pasaba como una apisonadora por el calendario acercando los días de fiesta y celebración en familia. Las luces, los escaparates adornados, los niños ilusionados y las bolsas repletas de regalos inundaban las principales vías del centro. Desde la habitación de mi hotel podía ver el ir y venir constante de coches alrededor de Neptuno. En un principio, aquella visita exprés a la capital no tenía más sentido que el de recorrer su ambiente navideño y disfrutar de dos días en familia en los que dejarse embaucar por ese espíritu extraño de estas fechas, mientras nuestros ojos se distanciaban de lo habitual y viajaban a través de las formas y las luces de otro lugar. Pero lo que nunca podría haber esperado, era que de aquella escapada regresara con la idea tan clara de querer volver para pasar una larga temporada allí. Ya estaba casi todo planeado; amigos, piso de alquiler, futuro y ganas de demostrar nuestro talento en una aventura que llenaría de vivencias nuestras vidas y de experiencia nuestro currículum. Y pese a todo, tampoco éste fue el único motivo que me empujó a dejarme llevar por el deseo de volver cuanto antes y para largo. La primera mañana, nada más llegar a la ciudad y dirigirnos al hotel, rescaté de entre la multitud de personas que contemplaban un espectáculo en la calle a las puertas del hotel, el rostro de una chica que miraba a través de sus ojos cristalinos el show. La sonrisa se dibujaba en su cara de manera involuntaria, despertando en la mía una mueca de sorpresa ante su imponente belleza. Con su imagen fresca en la retina, realicé el check-in y me fui directo a mi habitación con la tonta ilusión de quien está a punto de abrir la puerta y ver cómo será el lugar que le dará cobijo durante su estancia. Por delante tenía más de media hora para tumbarme en la cama y relajarme después del trayecto de casi cuatro horas de coche. Y transcurrido ese tiempo, justo en el momento en el que me disponía a cerrar la puerta de la habitación para ir al encuentro con el resto de mi familia, la chica que me había enamorado antes entraba por la puerta que enfrentaba a la mía. Su habitación estaba a sólo dos pasos. Salir a su encuentro en la madrugada sería tan fácil como abrir mi puerta avanzar sigiloso un metro y medio y llamar. Pero el plan debía esperar. De momento Madrid y sus calles adornadas me esperaban en un recorrido que debía llevarme por los rincones del centro de la ciudad. Durante todo el trayecto pensaba en mi vecina casual y esporádica de enfrente. En sus ojos, en la sonrisa que tanto me había gustado en el primer vistazo y en el cruce de miradas que se produjo cuando salí de mi habitación una hora antes. De vuelta al hotel, mis nervios aumentaban. Deseaba encontrarme de nuevo con ella. Perdernos entre los pasillos y los ascensores. Subir por las escaleras hasta el cielo y descender luego directamente al infierno en un viaje sin final a su lado. Escondernos en rincones prohibidos y acabar durmiendo abrazados en una habitación hasta el momento en el que el sol rayara de nuevo el horizonte y cruzara a la puerta de enfrente para no dejar rastro del delito. Y tumbarme en mi cama y amanecer discreto como si todo hubiese sido un sueño a los ojos del resto. Y saber que le tuve de verdad en la magia de la noche. Que sus besos viajarían conmigo de vuelta hasta que el destino volviese a unirnos en aquella ciudad.
El sol se desperazaba entre sábanas en aquella temprana hora mientras la noche, cansada de ver lo mismo, comenzaba su viaje de oscuridad y frío hacia otras tierras. La ciudad dormía y apenas el sonido de algún coche resonaba entre las calles habitadas de silencio y soledad. Pocos madrugadores aquel día gris de principios de diciembre. Con la calefacción a toda potencia tratando de caldear el ambiente del habitáculo del coche, al tiempo que el limpiaparabrisas luchaba con esmero contra la escarcha del cristal, seguía el camino que me marcaban las luces. El día comenzaba entonces para mí y para algún que otro descerebrado más que compartía la misma locura que yo; empezar la jornada a remojo trazando unos largos en la piscina. En apenas tres minutos recorrí la escasa distancia que separaba mi casa del gimnasio y, una vez entré en el enorme complejo de ocio en el que se encontraba el recinto deportivo, contemplé asombrado la quietud y soledad de un lugar por el que apenas tres horas después circularían cientos y cientos de personas en todas direcciones. De compras, al cine, a comer, a trabajar, a divertirse, a pasear... Sin embargo ahora la escena me recordaba a la típica secuencia de película del oeste en la que se abre una vasta extensión de terreno y un amasijo de ramas secas y filamentos vegetales sin vida atraviesa de parte a parte la ventana. Pero aquellas escenas estaban reinadas por el sol y aquí, en mi propia película de aquella mañana, aunque sin fuerza, la luna todavía brillaba en lo alto. Pronto me di cuenta del hilo musical que salía por los altavoces repartidos a lo largo y ancho del complejo, ocultos a los ojos de la gente. Parecía la banda sonora de una película de terror, que se veía reforzada por la solitud y la poca luz de la escena. En cualquier momento podría aparecer el asesino y, sin embargo, me parecía un lugar idóneo para el encuentro. Imaginé que en aquella película particular no había malos y la persona que de pronto aparecería de la nada eras tú. Que la música entonces cambiaba y los compases de un tema de amor comenzaban a sonar. Que tú venías corriendo y de un salto me abrazabas con fogosidad. Que tus labios y los míos se enlazaban en un beso sin final. Pero el cartel que anunciaba el final de la película apareció antes de que se comenzara a rodar.
Llegaba tarde a casa después de un día intenso de trabajo. La última reunión se había alargado más de la cuenta y, pese a la presión que ejercían mis tripas, el trabajo no me permitía marcharme. Con la corbata arrugada y sin nudo y la camisa por fuera del pantalón entré en al ascensor. Estaba deseando llegar y darme una ducha relajante. Después cenaría algo y me tiraría en el sofá a ver alguna película y a contarle a mis amigos y compañeros de piso mi jornada; era un momento especialmente agradable, ya que siempre había uno que tenía algo fresco que contar. Al llegar a mi piso, saqué las llaves de la cartera y entré en casa con la alegría del que lleva horas corriendo y al fin siente cortar la cinta de la meta con su abdomen. Saludé en voz alta con un "hola" general que no obtuvo respuesta. Tal vez alguno se había quedado ya dormido, o estaba en la ducha, o no estaba. Sin embargo no podía esperar que iba a estar solo. La primera pista fue un post-it pegado en el espejo del recibidor en el que una de mis compañeras avisaba de una "cena de última hora" con unas amigas. Después de dejar la cartera a la entrada, apoyada en la pared, fui directo a la cocina a beber un vaso de agua y fue allí donde encontré la segunda nota. Esta vez era un folio pegado a la puerta de la nevera con un imán en el que salían nuestras cuatro caras, en una fotografía del principio de todo, cuando nos acabábamos de conocer. Era de mi compañero que avisaba de una "noche de cine" con una amiga. Llegaría tarde, decía, pero había dejado algo de cena preparada en la nevera. Ya sólo quedaba la otra compañera, sin embargo, el silencio de la casa y el hecho de encontrarme todas las luces apagadas me hacía pensar que tampoco iba a encontrarla allí. Y efectivamente. Sobre el televisor, con una letra preciosa de colores y perfectamente ordenada y cuadrada en el papel, anunciaba su ausencia; la pobre tenía que pasar la noche en el trabajo para completar una estrategia que el cliente debía recibir a primera hora de la mañana siguiente. Siempre tan cumplidora. Así que me quité los zapatos, la ropa y el estrés que había acumulado. Disfruté de la ducha relajante que había llevado esperando toda la tarde y con una bandeja sobre las piernas y frente al televisor, piqué un poco del suculento plato que mi compañero había tenido el detalle de preparar. Me vino a la cabeza el curso de cocina que los dos habíamos realizado cuando tomamos la decisión de irnos a vivir los cuatro a otra ciudad, a probar suerte. Y después de terminar de cenar y una vez fregado y ordenado todo, me tumbé en el sofá para estirar las piernas mientras comenzaba una película de las que siempre había querido ver y todavía no había tenido la oportunidad. Llevaría sólo quince o veinte minutos cuando la casa se volvió a llenar. Ya no importaba la película, podría verla otro día. Ahora me apetecía más cumplir con la ración diaria de conversación y disfrutar de la compañía de unas personas con las que había compartido tanto durante años, y que ahora me acompañaban en la nueva aventura de mi vida. Juntos.
Sobre la ventana de mi habitación descansa una maceta en la que un día planté semillas de tu amor. Simiente infértil. Amor complicado. Cada mañana, su tierra absorbe los primeros rayos de sol que penetran por la rendija que deja abierta la persiana. De ellos se nutren y alimentan unas raíces que se aferran cada día con más fuerza a lo más profundo del interior. Raíces que envuelven con sus filamentos la tierra opaca que genera vida; la de un sentimiento que crece con la fuerza de la primavera. Y debe ser que la flor es de hoja perenne, pues venga otoño o pase invierno, mantiene el verde intenso y no deja de lucir hermosa cada mañana. Entre sus hojas se apoya una foto de los dos, un beso eterno inmortalizado sobre un trozo de papel arrugado de tanto usarlo. Y a veces, cuando me siento a contemplar la fotografía de cerca para recordar aquel sabor, una lágrima desciende por mi rostro y se convierte en riego de la flor. Agua salada y amarga que se filtra entre las grietas abiertas en la tierra y llega hasta salir por la parte inferior de la maceta. Su materia es tan ácida que la tierra se niega a absorberla y resbala hasta el final, convirtiéndose en presa de la evaporación. Sin embargo hay días en los que la lágrima no rueda por dolor, sino que lo hace por la satisfacción que me produce volver atrás en el tiempo por momentos. Regresar y recordar instantes infinitos. Regresar y poder llegar a sentir tu tacto y tu voz susurrándome al oído. De la esencia de tu piel son sus pétalos y con ellos me embriago hasta perder la noción del tiempo. Y entonces creo tenerte delante, sonriendo, acariciando con tus manos finas el tallo de la flor, cantándole con gracia para ver crecer su cuerpo de savia y sol. Y cuando hay días en los que amanece triste y cabizbaja, tal vez porque soñó contigo o porque la luna sobre el cristal le reflejó la imagen de la foto directamente a su corazón, necesito horas para animarla con susurros y canciones, con promesas de nuevas ilusiones. La acaricio, la mimo, la tomo entre mis manos y mientras me la llevo al pecho le convenzo de que la vida son etapas que debemos superar y en cada una hay gente que viene, nos enseña y se va. Que si esto no se cumple, nos estancamos mirando siempre atrás. Que si duele al principio, sólo el tiempo lo podrá curar. Y le digo que le quiero, que jamás le voy a abandonar. Luego ella se sonroja, vergonzosa me da la cara y sin poderlo contener, suelta un efluvio de su aroma de azahar. Sobre la ventana de mi habitación descansa una maceta en la que un día planté semillas de tu amor; semillas que robé de tu pecho mientras dormías sobre el mío; semillas que aún guardo y cosecho con fervor.
Porque tres días son suficientes para una historia. Incluso tres horas, tres minutos o tres segundos. Porque un mínimo suspiro puede provocar al alma. Un roce, una mirada; un perfume, una palabra. Sentir cómo amanece cuando entras por la puerta sea el alba, media tarde o madrugada. Volver cuando anochece y que tu blanca luz alumbre mi cama. Hablar entre suspiros dibujando con sonidos sentimientos aflorando en rama. Compartir instantes juntos adornados con sonrisas, pestañeos y palabras aterciopeladas. Que sólo con saberse a tu lado es mi pecho el que domina, mi mente la que acata y mi garganta la que tímida lucha entre una voz templada. Porque robas mi aire con tu sola apariencia y suscitas ilusiones abocadas al fracaso cuando es su nombre el que pronuncias y me relegas a la nada. Pero no tiene importancia porque por esa historia perdería hasta la identidad; perdería casi hasta la dignidad, si a cambio te tuviera aunque fueses de cristal. Porque tres días, tres horas, tres minutos o tres segundos son más que suficientes para darse cuenta de que eres cuanto menos digna de escuchar; de que envuelves con tus ojos una brisa azul glacial; de que sabes que levantas mis pasiones sin poderlo remediar. Y ni tu remedias ni yo me intento frenar. Me doy rienda suelta para tratar de disfrutar, de aprovechar cada milésima hasta que la vida nos prive del regalo de hablar, y después de cierto tiempo sea el destino el que no olvidando mis palabras, vuelva a ti y tu a mí, a venirme a rescatar. Y vivir esos tres segundos, tres minutos, tres horas y tres días. Y seguir a por semanas, a por meses, con mil años por llegar. Y sentir que fuiste un sueño de barro y ahora te tengo de verdad. Que me miras y no hablas porque tus labios y los míos no se pueden separar. Que uno aprende que con tiempo y con paciencia, los deseos vienen para hacerse realidad. Tú lo fuiste y lo has sido; tú lo eres y de serlo dejarás.
Cerré los ojos y traté de recordarlo todo, mientras el sonido de las turbinas creaba un ambiente monótono sólo interrumpido por las voces de la pareja del asiento de atrás. Minutos antes había estado observando el anochecer a través del cristal de la ventanilla del avión, jugando a dibujar formas en las nubes tintadas de violeta y naranja por los últimos rayos de sol. Ahora ya la noche se cerraba y la ciudad mostraba sus afluentes de luces. Nada más cerrarlos, me vino a la mente la imagen de aquella primera tarde en la que conocí la convocatoria y enseguida vi la oportunidad para el éxito. Después recordé el gesto de ilusión en las caras del resto de los que formarían el equipo y la alegría que nos sobrevino a todos al comprobar que teníamos la oportunidad de demostrar lo que valíamos. Europa nos esperaba. De pronto, una de esas bolsas de aire que provocan el descenso del avión me sacó del recuerdo y abrí los ojos. A mi lado, el resto del grupo dormía con las cabezas apoyadas unas con otras. El esfuerzo había sido grande, la alegría lo había sido más, pero el cansancio nada les tenía que envidiar. Un sacrificio que había valido la pena. Cuando el avión se estabilizó, volví a cerrar los ojos y recordé la primera reunión. Aquella tormenta de ideas vírgenes, inocentes, casi sin sentido, que sin embargo iban dando forma a lo que después habíamos logrado transmitir. El desayuno de aquella mañana productiva, el intercambio de opiniones, visiones, alternativas; la felicidad cuando creímos dar con el punto fuerte a destacar; la manera de hacer llegar nuestro mensaje... Y recordé también las prisas de última hora, los retrasos, los problemas que todos hemos sufrido alguna vez cuando piensas que todo no puede ir peor, pero te das cuenta de que poco hace falta para que efectivamente vaya peor. La noche en vela previa, la mañana siguiente con ojeras, la alegría y explosión de felicidad cuando nos comunicaron el resultado y la emoción de hace siete días, a punto de coger el avión. Ahora todo aquel esfuerzo cobraba sentido. Unos dormían, otros recordábamos, pero todos sosteníamos el diploma ganador entre las manos. Bruselas nos decía adiós; Europa y el mundo entero no paraban de felicitarnos. Las puertas se abrían, de la misma forma en que lo hizo la botella de champán con la que celebramos el triunfo.
Fue en un choque fortuito, desprevenido, casual, involuntario... Tú bajabas, yo pasaba, alguien hablaba y otros miraban. El sonido del tacón de tus botas golpeando contra el suelo fue lo que me hizo levantar la cabeza, provocando el consecuente cruce de miradas sostenidas en el aire desafiando al tiempo. Una fusión de colores azules y verdes recorrían la distancia que nos separaba; la luz que desprendían nuestras miradas. Tú cargada con apuntes y carpetas, yo con prisas por encontrar lo que quería y, aunque no hubo choque y papeles esparcidos por el suelo al más puro estilo Hollywood, la conversación surgió algo forzada. Con un tímido "hola" se inició el intercambio que culminó con un "mañana nos vemos", por no hacerlo más largo. Mañana nos vemos. Mañana nos vemos. Tal vez no había caído en el significado de aquellas palabras. Era la primera conversación y la manera en la que había terminado ya dejaba abierta la ocasión para una segunda vez. Y sólo veinticuatro horas después. Excitado por la idea, más ilusionado que nervioso, terminé lo que había ido a hacer con la mente pensando en ese día siguiente. Recogí mis cosas, cambié de escenario y, de pronto, sin esperarlo, volví a verte justo enfrente de donde estaba yo. Apenas tres metros, una barandilla y un hueco de escalera nos separaba. Un par de miradas esquivas, otras tantas menos disimuladas y de nuevo conversación. Ese "mañana nos vemos" que todavía resonaba en mi cabeza se había adelantado. Esta vez, acompañados en la conversación, irremediablemente mi cabeza echó a volar, mientras mis ojos miraban a la profundidad oceánica de los tuyos, y desconecté de la conversación. No importaban tus palabras, sólo el hecho de tenerte ahí tan cerca. Con unos labios articulando frases que mi mente se empeñaba en transformar en más "mañana nos vemos". Y de pronto, como si la caprichosa realidad terminara por hacerme caso, escuché de nuevo esa frase de tu boca. Y mañana ya es hoy. Apenas horas. Sonrío.
Me desespera la idea de tener que resignarme a mirarte y no poder tocarte, mientras espero el momento en el que pueda tocarte sin que haga falta mirarte; a oscuras, a solas, a tientas, sin horas. Me desespera la idea de tener que resignarme a escucharte decir nombres que no son el mío, mientras espero el momento en el que tu boca pronuncie tequieros a mi oído; susurros, silencios, palabras, deseos. Me desespera la idea de tener que resignarme a sentirte en la distancia, mientras espero el momento en el que la distancia que nos separe se pueda medir sólo en milímetros; caricias, un roce, tu espalda, mis manos. Me desespera la idea de tener que resignarme a oler tu perfume de lejos, mientras espero el momento en el que pueda respirarlo directamente de tu cuello; tu piel, aromas, veneno, me embriago. Me desespera la idea de tener que resignarme a imaginar el sabor de tus besos, mientras espero el momento en el que no pueda imaginar un solo día sin el sabor de tus labios; temprano, en el día, en la tarde, en la noche. Vista, oído, tacto, olfato, gusto...sueños, sueños, sueños, sueños, sueños. Me desespera la idea de tener que resignarme a desesperarme en la idea de resignarme. Y mientras la desesperación se contagia por momentos alrededor de mi cuerpo, recuerdo el instante de haberte tenido a un paso y no atreverme a cogerte, girarte, mirarte, sonreírte y decirte: ¡Qué linda, niña!
Rebuscando en un cajón, esta noche fui a parar con tu fotografía. Boca abajo, castigado contra la oscuridad de la madera del fondo del cajón, tu rostro seguía sonriendo. Sólo andaba tras la pista de unos papeles viejos, pero el destino quiso que para hallarlos tuviera que levantar primero el marco que una vez alguien nos regaló y que apenas duró días sobre la estantería. Sólo días porque tú quisiste que aquel regalo, como otros tantos, perdieran el sentido de la noche a la mañana. Una a una las fotografías fueron desapareciendo de la habitación, dejando manchas en la pared, que conservaba el color con más viveza donde durante tantos años había estado nuestro retrato. Poco a poco fui desnudando sin piedad los muros de mi prisión que parecía tornarse gris. Fría y gris. Atrás quedaban los días en los que antes de acostarme me acercaba hasta el póster en el que aparecían nuestras caras sonrientes para darte el beso de buenas noches. Atrás, muy atrás, quedaban los días en los que miraba fijamente aquellas fotografías mientras hablábamos por teléfono y creía tenerte enfrente. Esta noche también te he observado, también te he besado, pero mis labios sólo han sentido el frío de un papel sobre el que había impreso un rostro que no le recibía y que sólo sonreía porque un día un loco inventó un aparato que robaba escenas a las personas inmortalizando momentos e improntas del alma. Sin embargo tu alma ya no estaba detrás de aquel cristal del marco. Ahora sólo quedaba un trazo que contorneaba la figura de una cara que formaba parte del recuerdo. Una cara que, en ocasiones, en demasiadas ocasiones, seguía paseándose por mis sueños provocando tanto noches de pasión efímera, como otras de dolor no tan efímero. Y puede que hoy mismo vuelva a verte entre mis sueños, puede que el haberte encontrado de pronto en aquella fotografía no sea más que el preludio de una cita a escondidas entre sueños, lejos del conocimiento de tu razón, que parece poco dispuesta a ese encuentro en la vigilia. Tu razón, y el destino que se empeña en llevarnos por caminos contrarios para no hacernos coincidir un día cualquiera, en una calle cualquiera, de una ciudad cualquiera, con un sentimiento cualquiera... Rebuscando en un cajón, esta noche fui a parar con tu fotografía. La he observado, la he memorizado, la he sentido y, sin darme cuenta, con una lágrima la he empapado.
Diciembre pasaba lento y frío sobre un Londres repleto de luces, bufandas, abrigos y sonrisas de los más pequeños. La ciudad se encendía cada noche en calles y comercios atiborrados de bombillas de colores y, en las esquinas y en las estaciones, los villancicos amenizaban las horas. Las bolsas chocaban unas con otras por las aceras repletas de gente ultimando sus compras navideñas, mientras el vaho salía por sus bocas y ascendía verticalmente hasta perderse en la oscuridad de un cielo anochecido desde muy pronto. La mano de una mujer enfundada en un guante de cuero negro llamaba a un taxi que pasaba por Oxford Street, mientras en la otra sostenía su bolso de muchas libras y un pequeño yorkshire embutido en un ridículo traje de lana fucsia. Aquel debía ser uno de los pocos perros que tenían el privilegio de pasear por el centro de la ciudad. Debajo de mi gabardina beige y cubierto hasta la barbilla por una bufanda marrón, mi cuerpo se aclimataba a las bajas temperaturas, mientras paseaba a solas respirando el aire de una ciudad que me había acogido sólo dos meses atrás. Era sábado, y en apenas una semana volvería a casa para celebrar la Navidad con la familia. Entretanto, las ganas de recorrer los rincones de Londres en aquellas fechas, me empujaban a salir a la calle a todas horas, exprimiendo los minutos y arrancando los entresijos que escondía, a bocados de curiosidad. No tenía prisa, ni meta, y por no tener, no tenía ni cena. Así que, después de caminar cerca de una hora y con el estómago en tregua desde el sándwich de mediodía, entré en un restaurante italiano y pedí mesa para uno. Terminada la cena, mientras esperaba la cuenta, me pareció ver un rostro conocido a través de la ventana que enfrentaba a mi mesa. Extrañado por la similitud, aunque consciente de la aparente imposibilidad de que aquello fuera cierto, me quedé paralizado en la silla procesando toda la información que me había suscitado aquel ínfimo instante de visión. Impaciente, con la duda acechando, aboné casi sin mirar el importe de la cena al camarero, que extrañado por mi actitud, apenas alcanzó a decir un "Thanks sir", mientras yo salía a paso acelerado con la gabardina en la mano. Caminé siguiendo la dirección de los pasos de quien había creído ver, hasta que, apenas a cincuenta metros del restaurante, apoyada en la parada del autobús, vi a una persona de la que años atrás había perdido el rastro y no había vuelto a saber. Encontrarme con ella en aquella ciudad, a tantos kilómetros de distancia de la nuestra, a tantos kilómetros de distancia de aquellos años pasados, a tantos kilómetros de distancia de aquel primer amor, me dejó en un estado de shock. Llegué hasta donde estaba, puse mi mano en su hombro y, al girarse y encontrarse de frente conmigo, sus ojos se encendieron con la fuerza de la primera vez. Ya no había escapatoria; la sinceridad de su mirada eliminaba cualquier duda. Sin saberlo fue el mejor regalo de aquella Navidad.
- Túmbese ahí, cierre los ojos, respire profundamente y cuando se sienta preparado comience a contarme lo que le ocurre -dijo el doctor mientras se desabrochaba la bata blanca y tomaba asiento a mi lado en su sillón de orejeras.- Cuando no puedo dormir, me asomo a la ventana y contemplo el reflejo de la luna en el agua. Pero no siempre está. Así que disfruta esta noche de su brillo en las ondas, porque puede que mañana sea tarde.
Acurrucado en la cama, envuelto entre sábanas frías que se deslizaban por la piel descubierta y un pijama arrugado, deliraba entre retortijones de dolor y muecas de desesperación por los pinchazos que acechaban mi estómago. A ratos desvelado y otros rendido por el sueño pese al juego al que me tenía sometido, mis pensamientos volaban sin distinguir la realidad de lo imaginado. Por momentos perdía la noción de mí mismo y me veía flotando por la habitación, mientras observaba mi cuerpo tendido y encogido sobre el colchón. Una parte de mi cerebro me decía en susurros que aquello estaba siendo un viaje astral, mientras que la otra, a gritos, me alejaba de la idea diciéndome que sólo estaba vagando entre sueños y alucinaciones. Viajé a rincones hasta entonces desconocidos, caminé por bosques habitados por la niebla y la oscuridad, navegué por un océano de arena blanca y finalmente aterricé en una casa desconocida. Las paredes lisas de colores pastel albergaban la vida de dos personas que desconocía. Una criatura de apenas un par de meses jugando a ser mayor con reflexiones silenciosas que dejaban sin habla al resto de presentes. Lo curioso es que en ningún momento articulaba palabra y ni siquiera le era necesario abrir la boca para lanzar su mensaje claro. Sin embargo, no fue la presencia de ese extraño y diminuto ser el que me hizo recordar el sueño. A mi lado, sentada en el sofá, un ángel encarnado en cuerpo de mujer pasaba su mano por mi cara al tiempo que con su suave y fina voz femenina se dirigía a mí con tequieros y cariños. Su belleza desbordaba incluso al propio sueño. La estampa de su rostro quedó grabada en mi mente de tal forma, que todavía ahora, casi un día después, la imagino y se me ponen los pelos de punta. Siento rabia de no haber podido capturarla y sacarla de mi mano de aquel sueño hasta la vigilia del amanecer siguiente. Rabia de no haber elegido la opción de haberme quedado a vivir en aquel sueño, prisionero del amor de una musa que encendía mis sentidos. Y con ella a mi lado y la pequeña criatura entre mis brazos, he amanecido hoy envuelto en dolores del cuerpo y del alma. Los unos por un virus; los otros por el fin de un sueño del que jamás hubiese querido despertar.
El sol del mediodía reflejaba en el capó del coche y penetraba directo a mis ojos a través del cristal. Barcelona me abría sus puertas y me recibía con sus calles repletas de gente que iba y venía, de avenidas colapsadas de coches, semáforos, peatones, palmeras... Colón me daba la bienvenida desde lo alto, mientras el Mediterráneo, que me había acompañado durante la mayor parte del trayecto, me regalaba ahora un vals de olas al compás del sonido de las gaviotas en el cielo. Por delante me esperaba una jornada intensa que podía culminar de dos maneras posibles: bien, o muy bien. Afortunadamente el destino quiso que la opción triunfadora fuese la segunda. Y después de un día en el que dio tiempo a disfrazarme de turista -incluso de turista perdido- y hasta de guía, llegó la noche y con ella los primeros nervios en el estómago. La situación, los minutos avanzando en el reloj, las llamadas preguntando resultados que se hacían de rogar, la calle que no aparece, la ciudad en obras, el coche que no tiene donde descansar... Sin embargo, una vez solventados todos los problemas y hechas las presentaciones pertinentes, todo pareció cambiar de color. Un aura de tranquilidad me rodeaba, mientras los pasos cortos y acelerados de minutos atrás, se tornaban pausados. El trato de la gente me sumergía en una balsa de aguas templadas llevándose los nervios junto a la ropa al entrar. Y así transcurrieron las siguientes dos horas; entre aplausos y agradecimientos, entre risas y sorpresas, entre flashes y emociones discurriendo por mis venas. Llega el momento cumbre. Un sobre. Un nombre. Un premio. Una voz. Una foto. Una ilusión cumplida. Mil recuerdos y agradecimientos.
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