En La Calle De Al Lado

Aquella mañana fría de diciembre me había costado más de lo habitual levantarme de la cama. El reloj ya pasaba de las siete, cuando de normal siempre lo miraba un par de minutos antes de que la manecilla cubriera ese número. La protección del nórdico frente al frío exterior me había hecho dudar más de la cuenta antes de dar el paso definitivo y salir de un salto, temeroso, sin valor. En apenas diez o doce minutos debía estar en la piscina del gimnasio cumpliendo con mi propósito de nadar todas las mañanas antes de enfrentarme al resto del día. Ya llevaba tres semanas con el plan y todo funcionaba perfectamente. Salía de allí con las pilas recargadas, la mente abierta, los músculos a pleno rendimiento y la cabeza despejada. Finalmente llegué a la hora y, con paso acelerado, entré al vestuario donde me quité los pantalones que llevaba encima del bañador. Salí corriendo por el pasillo que conectaba con la piscina y, justo al girar la esquina que llevaba directamente al recinto, me encontré con una chica que se disponía a hacer lo mismo que yo. Me saludó cordialmente y me dijo que aquel era su primer día. Tapada sólo con un bañador ajustado que reafirmaba su figura, aquella vecina de calle me parecía el mejor regalo para mantener la motivación cada mañana y empezar con fuerza el día. Sus ojos azules resaltaban incluso por debajo de las gafas de baño y, cuando se las quitaba, parecía que sus pupilas habían mimetizado con el color azul del fondo de la piscina. Su sonrisa blanca y pura le otorgaba una belleza única a pesar del gorro que llevaba recogiendo su cabello por higiene. Me comentó su intención de ir todas las mañanas a aquellas horas para ejercitarse antes de enfrentarse a un nuevo día, tal y como yo me había planteado. Así que aquella sirena particular iba a ser mi compañera todas las mañanas, en la soledad de un gimnasio casi vacío a aquellas horas, mientras los dos nadábamos separados sólo en la superficie por un cordón de boyas azules y blancas. Por debajo, nuestros cuerpos podían tocarse y el agua que nos envolvía llevaba la esencia de los dos. Después de un buen rato llegaba mi hora. No tenía tiempo para más. Debía cambiarme a toda velocidad y llegar a clase. Pero no importaba. Sólo veinticuatro horas después volvería a tenerla ahí, a mi lado, luciendo figura tal vez con un nuevo bañador. Quien sabe si algún día, embriagados por las posibilidades del encuentro, olvidábamos las clases o incluso el letrero donde se indicaba cuál era el vestuario de cada uno.

Y es que Sucede Que Hoy pensé que mejor acompañado...

2 comentarios :

Lunettas | 00:06

Que osado tu comentario final ...
Pero como siempre exquisita lectura, la que me brindas.

Pablo Martín Lozano | 00:15

Hola Lunettas! Cuánto tiempo y qué alegría volver a tenerte aquí.

Contento de que te haya gustado, pese a mi osadía, jeje.

Un beso fuerte compañera de letras.