
Estoy a punto de cerrar la maleta. Me marcho. Pensado y hecho. No hay nada que me frene. Tengo ganas, ilusión y el dinero suficiente. Me voy lejos. A buscarte. A decirte que me encantas, que me muero. Y no espero tu respuesta, me bastará con ver tu gesto. Es que verás, ya no sé cómo decirte esto. Que me gustas, que te siento, y que si no te quiero es porque aún llevo pisado el freno. Porque todavía debo tener los pies en el suelo. Porque temo. Temo que en lugar de sonreírme gires la cara y vuelva a reinar el silencio. Que en lugar de abrazarme alces la voz y grites:
"tu locura no la cura ni un experto". Pero me marcho. Y lo hago consciente de la incertidumbre y hasta del rechazo. De los
peros, de los frenos, del saber que esto no lo haría si estuviera algo más cuerdo. Y lo acepto. Pero vuelo. Pronto estaré en el aeropuerto. Esperando a una voz que diga "
atención a todos los pasajeros". Entonces sentiré un nudo en el pecho. Embarcaré, temblaré y soñaré con el encuentro. Soñaré con un momento. El momento de llamarte y decirte estoy aquí; estoy enfrente de una ventana por la que te estoy viendo. Y reirás, incrédula. Y reiré, nervioso. Y mirarás, por si acaso. Y me verás, nervioso. Todavía más nervioso. Será el instante decisivo:
¿por qué no me besas y nos ahorramos la tensión del momento? Pero callo y espero atento. Y aunque no he abierto aún la boca, por si acaso me la cierras con un beso.