Una Ciudad, Tú y Yo
Y es que Sucede Que Hoy fue nombrarlo y vernos allí...
Y ES QUE CADA DÍA SUCEDE ALGO EN NUESTRAS VIDAS DIGNO DE SER OBJETO DE REFLEXIÓN
Debe ser que no estoy muerto; que no he caído en la desgracia del olvido; que mis pasos continúan dejando huella en el camino. Y debe ser que aún suspiro; que a lo lejos se despierta un sutil quejido; que en el pecho aún hay sitio para más y más latidos. Puede ser que te sienta hasta dormido; que en las noches acaricie o desgarre tus vestidos; que la luna sea a la vez la luz, la espía y nuestro nido. Y puede ser que tus besos sean antídoto y por ellos resucito; que son bálsamo de sueños y delirios; que desatan las pasiones que sin miedo escenifico. Porque hoy me acostaré pensando en tu mirada, en el gesto que dibujas cuando una sonrisa lanzas, en el tacto de tus manos entrelazadas a las mías aferrándose con fuerza y transmitiendo su energía. Y me dormiré susurrándome tu nombre como mantra, acallando un "me encantas" que me nace, que se lanza y de la punta de la lengua no se marcha. Cerraré con fuerza la boca para no dejar escapar los retales de los besos que aún descansan en mis labios y oleré mi mano impregnada en el perfume que he robado de tu cuello mientras los dos cerrábamos los ojos y volábamos en silencio al reino de la excitación, el fervor y el entusiasmo. Y para cuando haya caído rendido ante las sábanas, rescataré los sueños que me llevan junto a ti; las imágenes oníricas que últimamente acostumbran a quererte dibujar únicamente a ti. Y seguiré a tu lado en la distancia, abrazado a ti por debajo de tu edredón desde mi cama, más allá de los límites de la existencia, y tocaré y sentirás mi mano recorriendo tu espalda haciéndote cosquillas con su paso lento, hasta erizar tu piel y sentir tu sangre hirviendo adentro.
Y al fin llegó como llega el invierno sin falta cada año; de noche, en silencio, torciendo la esquina de una ciudad dormida sin edredones. En el cielo una luna infinitamente redonda y pura regalaba su luz iluminando los árboles agitados por un viento gélido. Las manos y el corazón temblaban, no sé ya si por ese mismo frío o por los nervios de saber que era el momento; que no habrían más esperas; que la magia dejaría que de un abrazo brotara una pasión parcialmente suicida. Y el beso cayó al labio como al alma el suspiro. Dos cuerpos se juntaron en un mismo instante suspendido eternamente en el tiempo, mientras los sueños se fundían en un cuento con millones de páginas vírgenes de argumento. Espacios en blanco para escribir en verso la vida de dos locos perdidos en un mundo ajeno. Y tal como había llegado se fue con el invierno aquel lapso de ensueño, dejando al desnudo dos rostros nerviosos pero sinceros. La semilla se regaba con la savia de aquellos besos y en el pecho florecían tallos como almendros en enero. Una primavera temprana perdida en el calendario que trataba de hacerse hueco entre lágrimas de hielo afilado. Pero el sol sabía que había llegado el turno de sus rayos, el momento de arrasar el frío y cubrir el prado de dorado. Que la pena se esfumara entre lamentos con la fuerza de un silencio que pusiera fin al duelo. Eran tiempos de alegría; eran tiempos de añadirle páginas y vivencias a la biografía.
El peso de la noche templada caía suavemente sobre la arena virgen de una playa construida en sueños a base de ilusiones y ojalás. En lo alto, la luna brillaba pura y radiante aportando la luz necesaria para reflejar en pieles y pupilas los deseos de dos almas encendidas con la llama del destino. Los cuerpos, entrelazados y entregados al sublime arte de la seducción, se compenetraban rozando piel con piel sin dejar de observar el manto de estrellas que se abría sobre ellos en un vasto lienzo pardo. A lo lejos el rumor de las olas festejando aquel instante de pasión acompañaba con regalos de sonidos imposibles y caricias que venían en forma de ola hasta mojarles los pies. No era la primera vez que visitaban aquella playa paradisíaca. Mucho tiempo atrás, incluso desde el más absoluto desconocimiento, los dos habían compartido una noche como aquella. Una noche en la que se juraron volver, dejando escrita una nota en la arena..."Viajaré hasta donde anoche dejé escrita una nota diciendo que volvería. Te veré allí, sentada en la arena esperando mi regreso. Y volveremos a ser uno mientras la luna nos deje...". Al fin ese día había llegado más de un año después. Pero no importaba el tiempo. Todo lo que un día fue un sueño se cumplía ahora en la realidad. La playa, la musa, la misma arena con la misma nota, idéntica la luna tiñendo de blanco un porvenir esperanzador. Sólo cambiaba un detalle; las caricias antes imaginadas ahora podían sentirse con las yemas de unos dedos anhelantes durante tanto tiempo de aquella misma piel.
Mágica la luna que brilla allá en lo lejos y nos recoge a esta hora con su blanca luz nocturna. Fuego el que me corre por las venas en los minutos que transcurren lentos antes de volver a verte. Brisa suave la que envuelve tu figura y desprendes con aromas hechizantes impregnados en el aire. Dulces besos los que sueño de tus labios fusionados con los míos mientras lucen sin tapujos en lo alto las estrellas...
Y como en un ataque de sinceridad desbocada salieron de su boca las verdades que durante tanto tiempo había tenido que callar. Por sus venas corría ardiente la sangre tantas otras veces derramada por los lagrimales, mientras las manos le temblaban de impaciencia y nerviosismo. Había decidido dar el paso casi sin darse cuenta. Ahora las palabras se agolpaban en su mente esperando que unos labios tímidos y titubeantes permitieran transmitir los ecos reprimidos en lo más profundo de su garganta. Tiritaba, palpitaba acelerado su corazón y la catarsis se apoderaba del momento. Era como el arrebato de un ciclón contenido en en una sola gota de agua salada. En su pecho se palpaban los latidos de un corazón agitado y sorprendido por las respuestas. Por primera vez había dejado de lado la vergüenza y había decidido atravesar el abismo del ¿por qué no? sin miedo a la caída, o a que el viento de allá arriba llegase con la fuerza suficiente para tumbarlo de un soplido. Nada le importaba, había aprendido a volar solo, a planear mientras pendía de las nubes hasta llegar a salvo a tierra. Una vez le bastó para comprobar el dolor de caer en picado sin abrir las alas. Y aprendió de su error para no volver a hacerse daño. Sin embargo ahora caminaba por la cuerda floja, sin mirar atrás ni abajo, con la vista clavada en el otro lado del precipicio; en un horizonte lejano y difuso; en un confín que quedaba a mucha distancia de allí. Tal vez al llegar al otro lado se encontrara con que allí nadie le esperaba. Después de su valentía el desierto de arena y piedras le recibía en la más absoluta soledad. Y ni eso le importaba. Su alma curtida en desazones le había enseñado a que la felicidad estaba en el camino y por eso ya se sentía feliz. Acamparía allí, al otro lado del abismo, en la montaña del destierro, esperando que otra vida igual de audaz y valerosa cometiera la osadía de atravesar el fino alambre suspendido sobre el acantilado. No importaba el tiempo. Ni siquiera le importaba el hecho de que no ocurriera jamás. Cuando desilusionado por la espera en balde se cansara del lugar, todo sería tan sencillo como volver sobre sus pasos y encontrar de nuevo la felicidad en el camino de vuelta.
La luna eclipsa de blanco la estampa de una noche de invierno que sobrevuela con sensualidad las sábanas frías de mi colchón. A lo lejos, oculta entre un millón más, diferenciada únicamente por la casualidad de que mis ojos hayan ido a parar allí, una estrella parpadea emitiendo mensajes en clave que mi mente no es capaz de descifrar. Trato de sintonizar con el cosmos, respirar profundamente mientras mi mirada se centra en el destello intermitente del astro. Y como a retales de verdad vislumbro con incredulidad los despojos de una realidad paralela. En ese momento me dejo llevar por los brazos del tiempo al compás del ritmo que marca el universo. Las imágenes se suceden y comienza el relato de mi vida. Instantes que se dibujan en secuencias desordenadas completando las páginas de vivencias experimentadas a lo largo de los años. Son segundos de recuerdos de otros tiempos que existieron y quedaron para siempre grabados a fuego en el trastero de mi alma. Algunos no los recuerdo, otros creo estar viviéndolos en ese preciso instante y los hay que creía borrados y olvidados y sin embargo mantienen casi intacta su savia. Son retazos de una vida recobrada en sueños. Improntas efímeras de lo que un tiempo fue y dejó de serlo. Y aunque por momentos vuelvo a abrir los ojos para comprobar si el lucero sigue ahí, me pierdo en la inmensidad de la noche estrellada hasta comprender que por cada punto de luz un segundo más de vida me acompaña en el viaje. Y compruebo que alrededor de esa estrella, de justo la estrella que contemplo en cada momento, sólo luce la más profunda oscuridad. No hay estrellas a su alrededor. Soy un cuerpo celeste solitario, una luz sin dueño, un brillo amparado por la magia de la luna.
Un sentimiento ahogado en cenizas dilata el tiempo de una tarde lenta. Por debajo de la piel los ecos de un corazón excombatiente retirado a quehaceres menos implicados y complicados que el amor luchan por hacer sentir su leve impulso esperanzador. Pero la esperanza se marchó con el último tren rumbo a un lugar desconocido. Los párpados comienzan a pesar y sucumben por momentos ante el poder dictatorial del sueño. Sin embargo, pese a la extenuación, persisten en su intento por permanecer abiertos a la realidad del mundo que les rodea. Caen, se levantan y vuelven a caer. Pero justo antes del definitivo adiós recuperan un hálito de energía para lentamente sobreponerse. Y el pesar cae al pecho como la noche a la ciudad; lenta, oscura, fría... Corresponder con sensaciones a sentimientos es un juego sucio del que nadie debiera nunca alardear, pues un beso es suficiente para un salto sin retorno, para bien o para mal. Pero y qué fácil es decirlo y perderse en el camino del intento. Fracasar en el propósito y cederle la victoria al fraudulento reino del ahora. Saber que no se puede, creer que no se debe, querer que todo y nada llegue. Entonces el pecado enfunda una verdad callada a gritos. Y los gritos ensordecen de silencio. Y yo, sordo, callo gritando silencios muertos. Es el miedo al demasiado tarde, la incertidumbre ante el y si..., el imperante dogma del ahora no. Y la tarde pasa igual de lenta que al principio. Con el mismo sentimiento ahogado en cenizas; las de un alma que sufrió y desde entonces aún humean sus recuerdos de momentos perdidos e ilusiones rasgadas.
El silencio se apoderaba de cada esquina de la habitación. Las paredes, escondidas tras la fina capa de pintura verde pastel, espiaban de reojo ruborizándose por el ímpetu de aquella fusión. Los muebles, las estanterías, los libros y los cuadros respiraban suavemente sin llamar la atención, haciendo como que no existían, que dormían ajenos a lo que ya había ocurrido en el salón. Y con ojos entornados, disimulo y una fuerte excitación, husmeaban con sigilo y envidiaban la pasión. Entretanto, la almohada era testigo del desnudo de una flor, que con dulces intenciones deshojaba su exterior. Fresca, pura y blanca del color del algodón, con sus manos palpaba el aire que espesaba a su alrededor. Los cuerpos se encendían anulando al calefactor y entre besos y miradas iba entrando el alba provocando desazón. La noche terminaba y con ella la pasión, que volvía a enfundarse en su traje negro camuflando una traición. Atrás quedaba una oscuridad rota con la aurora, en la que manos, labios, pieles y silencios se mezclaban con suspiros provocados por la euforia y el fervor. La atmósfera ardía en llamas de deseo y en las profundidades de las sábanas respiraba exhausto el tallo de la flor. Era tiempo de marcharse y dejar entrar el viento para borrar las pistas, el aroma y los ecos pronunciados con sofoco, vehemencia y devoción. Allí permanecería siempre el recuerdo de un secreto que tejieron cautelosos una rosa y un floricultor.
- Cierra los ojos y deja que te bese -dijo mientras sostenía entre sus manos la rosa que acababa de regalarle.
El humo del incienso ascendía trazando formas sinuosas hacia el techo de la habitación. Un camino imposible de curvas y bailes al son de las diminutas corrientes que se formaban con sólo respirar. La oscuridad de la habitación quedaba rota por la tenue luz anaranjada de la lámpara de sal y el aro de fuego que devoraba con parsimonia la barra con aromas de la India. Las paredes respiraban aquel humo y amortiguaban con sus esquinas los zumbidos de la espiga consumiéndose. De fondo, como surgiendo de debajo de la cama, las sonoras notas de una tuba caminaban con sigilo por encima del sonido de olas acompasadas. Delicias para unos oídos abocados a la estridencia de unos tiempos ruidosamente descuidados. Con los pulmones llenos de la esencia desprendida por el incienso y con el pensamiento guiado por un segundero lento regulando mi tempo como el metrónomo el del pianista, comencé a intuir tu rostro entre las figuras escurridizas que formaba el humo. Y contemplé tu sonrisa de labios gruesos y radiante blancura; tu frente lisa y despoblada salvo por un mechón rebelde; tu nariz delicadamente pura y trazada con finura; tu barbilla redondeada, puerta al paraíso de tu boca; la piel tersa y brillante de tus pómulos casi esféricos; tus ojos claros infinitos de mirada profunda y ardiente. Las ondas dibujaban tu melena agradecida y del mismísimo aro de fuego rodeando el incienso se adornaba tu cuello. Te veía entre muros de humo espeso ambientador y te sentía entre lazos rotos en un pecho abandonado. Y quise acariciar tu cara con mi mano por sentir de nuevo el calor de tu piel, pero fue acercar mis dedos a tus labios y como un reflejo en el lago tu rostro comenzó a desfigurarse hasta desaparecer. Deformada te admiré en tu camino hacia la nada y todavía te creía ver, pero fue tocar el techo y esfumarte para siempre; esfumarte para siempre como ayer.
Las calles de Madrid amanecían ajetreadas dadas las fechas en las que nos encontrábamos. Diciembre pasaba como una apisonadora por el calendario acercando los días de fiesta y celebración en familia. Las luces, los escaparates adornados, los niños ilusionados y las bolsas repletas de regalos inundaban las principales vías del centro. Desde la habitación de mi hotel podía ver el ir y venir constante de coches alrededor de Neptuno. En un principio, aquella visita exprés a la capital no tenía más sentido que el de recorrer su ambiente navideño y disfrutar de dos días en familia en los que dejarse embaucar por ese espíritu extraño de estas fechas, mientras nuestros ojos se distanciaban de lo habitual y viajaban a través de las formas y las luces de otro lugar. Pero lo que nunca podría haber esperado, era que de aquella escapada regresara con la idea tan clara de querer volver para pasar una larga temporada allí. Ya estaba casi todo planeado; amigos, piso de alquiler, futuro y ganas de demostrar nuestro talento en una aventura que llenaría de vivencias nuestras vidas y de experiencia nuestro currículum. Y pese a todo, tampoco éste fue el único motivo que me empujó a dejarme llevar por el deseo de volver cuanto antes y para largo. La primera mañana, nada más llegar a la ciudad y dirigirnos al hotel, rescaté de entre la multitud de personas que contemplaban un espectáculo en la calle a las puertas del hotel, el rostro de una chica que miraba a través de sus ojos cristalinos el show. La sonrisa se dibujaba en su cara de manera involuntaria, despertando en la mía una mueca de sorpresa ante su imponente belleza. Con su imagen fresca en la retina, realicé el check-in y me fui directo a mi habitación con la tonta ilusión de quien está a punto de abrir la puerta y ver cómo será el lugar que le dará cobijo durante su estancia. Por delante tenía más de media hora para tumbarme en la cama y relajarme después del trayecto de casi cuatro horas de coche. Y transcurrido ese tiempo, justo en el momento en el que me disponía a cerrar la puerta de la habitación para ir al encuentro con el resto de mi familia, la chica que me había enamorado antes entraba por la puerta que enfrentaba a la mía. Su habitación estaba a sólo dos pasos. Salir a su encuentro en la madrugada sería tan fácil como abrir mi puerta avanzar sigiloso un metro y medio y llamar. Pero el plan debía esperar. De momento Madrid y sus calles adornadas me esperaban en un recorrido que debía llevarme por los rincones del centro de la ciudad. Durante todo el trayecto pensaba en mi vecina casual y esporádica de enfrente. En sus ojos, en la sonrisa que tanto me había gustado en el primer vistazo y en el cruce de miradas que se produjo cuando salí de mi habitación una hora antes. De vuelta al hotel, mis nervios aumentaban. Deseaba encontrarme de nuevo con ella. Perdernos entre los pasillos y los ascensores. Subir por las escaleras hasta el cielo y descender luego directamente al infierno en un viaje sin final a su lado. Escondernos en rincones prohibidos y acabar durmiendo abrazados en una habitación hasta el momento en el que el sol rayara de nuevo el horizonte y cruzara a la puerta de enfrente para no dejar rastro del delito. Y tumbarme en mi cama y amanecer discreto como si todo hubiese sido un sueño a los ojos del resto. Y saber que le tuve de verdad en la magia de la noche. Que sus besos viajarían conmigo de vuelta hasta que el destino volviese a unirnos en aquella ciudad.
El sol se desperazaba entre sábanas en aquella temprana hora mientras la noche, cansada de ver lo mismo, comenzaba su viaje de oscuridad y frío hacia otras tierras. La ciudad dormía y apenas el sonido de algún coche resonaba entre las calles habitadas de silencio y soledad. Pocos madrugadores aquel día gris de principios de diciembre. Con la calefacción a toda potencia tratando de caldear el ambiente del habitáculo del coche, al tiempo que el limpiaparabrisas luchaba con esmero contra la escarcha del cristal, seguía el camino que me marcaban las luces. El día comenzaba entonces para mí y para algún que otro descerebrado más que compartía la misma locura que yo; empezar la jornada a remojo trazando unos largos en la piscina. En apenas tres minutos recorrí la escasa distancia que separaba mi casa del gimnasio y, una vez entré en el enorme complejo de ocio en el que se encontraba el recinto deportivo, contemplé asombrado la quietud y soledad de un lugar por el que apenas tres horas después circularían cientos y cientos de personas en todas direcciones. De compras, al cine, a comer, a trabajar, a divertirse, a pasear... Sin embargo ahora la escena me recordaba a la típica secuencia de película del oeste en la que se abre una vasta extensión de terreno y un amasijo de ramas secas y filamentos vegetales sin vida atraviesa de parte a parte la ventana. Pero aquellas escenas estaban reinadas por el sol y aquí, en mi propia película de aquella mañana, aunque sin fuerza, la luna todavía brillaba en lo alto. Pronto me di cuenta del hilo musical que salía por los altavoces repartidos a lo largo y ancho del complejo, ocultos a los ojos de la gente. Parecía la banda sonora de una película de terror, que se veía reforzada por la solitud y la poca luz de la escena. En cualquier momento podría aparecer el asesino y, sin embargo, me parecía un lugar idóneo para el encuentro. Imaginé que en aquella película particular no había malos y la persona que de pronto aparecería de la nada eras tú. Que la música entonces cambiaba y los compases de un tema de amor comenzaban a sonar. Que tú venías corriendo y de un salto me abrazabas con fogosidad. Que tus labios y los míos se enlazaban en un beso sin final. Pero el cartel que anunciaba el final de la película apareció antes de que se comenzara a rodar.
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