
Las palabras de un corazón descosido, rasgado, amargo, roto resuenan en un pecho vacío, hueco, herido, sordo. Los ecos de una voz gastada y seca de haber gritado al viento por un amor dañino se apagan ahogando sus últimos suspiros en señales lejanas. La garganta, irritada casi tanto como el alma, comienza a sacar sonidos más puros, calmados y suaves que a los que se había acostumbrado en las noches de almohada en los labios y sábanas revueltas y empapadas en llanto. Camino, que no es poco, y lo hago con la cabeza alta y ligeramente girada atrás, negándome a mirar al frente olvidando todo lo que de ti por siempre quedará. Un sueño, un recuerdo, un retrato, un suspiro. El lienzo de un rostro que enmudeció con el tiempo y se dejó devorar por la humedad, abandonado en un rincón del desván. Los ojos, cansados, se cierran y sueñan con colores nuevos, más vivos, más ricos, más puros, más intensos; los colores de una nueva vida en la que el arco iris sale día tras día. Y baña de malvas, violetas, naranjas, turquesas, las horas, segundos, las tardes, las noches sin tregua. Y vuelvo a empezar y siento que es bueno que diga, que puedo, que vivo, que río y comienzo a olvidar. Y busco un lugar, cercano o lejano, ya eso da igual, que inunde mi anhelo de calma y de paz; que vaya, respire, conecte y, soltando tu mano, aprenda a volar.