
Como cada mañana desde hacía más de treinta años, Gilles se había despertado con el primer rayo de sol que atravesó su ventana. Era una de esas personas de sueño frágil y despertar sencillo, que amanecía a la vez que el propio día y se acostaba cuando la luna comenzaba a resaltar sobre el fondo azul oscuro de la noche iluminada de París. Aquel día el cielo estaba despejado y se respiraba un aire de paz en la habitación, que presagiaba una buena jornada repleta de vitalidad y optimismo. Gilles vivía solo en su buhardilla escondida tras los muros de una callejuela de Montmartre y, como acostumbraba a hacer a diario, nada más salir de la cama se dirigió hacia su antiguo tocadiscos para llenar la pequeña estancia con la mejor música francesa de los años cincuenta y sesenta. Adoraba entrar al baño sin cerrar la puerta y canturrear en la ducha al son de aquellas notas de acordeón y armónica. Una vez aseado, vestido y desayunado -rara era la mañana en la que Gilles perdonaba su café con leche y el
croissant que cada día le dejaba en una pequeña bolsa de papel su amigo Fred, dueño de la mejor
Boulangerie del barrio -, cogía su viejo maletín de madera oscura y gastada, se colocaba con esmero su característica boina negra y se dirigía calle abajo hacia su lugar de trabajo; la famosa
Place du Tertre. De camino silbaba la melodía de la última canción que había escuchado mientras se arreglaba y sonreía dando un cordial
bonjour a todas las personas que se cruzaban con él. Gilles siempre había sido un hombre querido por todos en el barrio. Todo parecía discurrir con normalidad en aquella mañana apacible del mes de abril, en plena ebullición primaveral, pero pronto habría de sucederle algo a Gilles que le cambiaría el rumbo del día y de su vida. Ajeno a todo, continuó caminando y silbando como de costumbre, hasta que llegó y ocupó el mismo rincón de la plaza que llevaba ocupando desde sus inicios como retratista. Un rincón ganado a fuerza de trazo y carboncillo deslizándose con armonía por la rugosa textura del papel. Se decía entre los compañeros que una mirada retratada por Gilles, veía más que los propios ojos del representado. Así que poco a poco desplegó todo el material de trabajo y se sentó a esperar el aluvión de turistas que comenzaría a llegar en pocos minutos. A veces tenía la sensación de que, de pronto, abrían unas compuertas y la gente corría hasta llegar a aquella plaza, que se colmaba en cuestión de segundos. Comenzó con un niño sonriente y de rasgos nórdicos; después vino una señora joven latina con las facciones muy marcadas y un tono de piel tostado con aroma a mar; un par de niños más, un joven oriental y, como apareciendo de la nada, en mitad de un círculo de gente, áurea, pura, divina e impecable, una señora con más de sesenta veranos vividos, se acercó hasta él en busca de un retrato de calidad que demostrase la reputación de aquel pintor. Gilles no sabía lo que sentía y, por más que trataba de encontrarle explicación al suave cosquilleo de su estómago ya desentrenado para este tipo de sensaciones, no encontró más que un deseo irrefrenable de contemplar cada milímetro de su piel representado por sus manos sobre el lienzo. Aquella señora poseía la obra maestra bajo su rostro, el trazo perfecto en el contorno de sus elegantes arrugas y el exotismo del óleo en el lunar de su mejilla izquierda. Por primera vez en tantos años Gilles creía que acababa de tener un flechazo. Intercambiaron un breve diálogo que culminó con una cifra y la sonrisa de Corinne, como se hacía llamar la elegante señora. Al parecer, pese a haber vivido siempre en París, Corinne jamás había sido retratada por ningún pintor de la
Place du Tertre y ahora quería poner remedio a aquello y cubrir un lateral de la pared de su habitación con el cuadro. Pese al extraño temblor en las manos de Gilles, el carboncillo comenzó a resbalar por el lienzo mientras sus ojos se clavaban en la sonrisa y la mirada del ángel que le habían enviado aquella mañana. Poco a poco la obra fue tomando cuerpo y ganando en realismo, gracias al increíble trabajo de sombreado que aplicaba Gilles, hasta que quedó culminada casi cuarenta minutos después del inicio. Nunca había necesitado más de la mitad de ese tiempo para acabar un retrato, pero en aquella ocasión había querido poner todo su empeño y calidad para deslumbrar a su musa con el trabajo final. Y así sucedió. Después del
c'est fini dio la vuelta a su cuaderno y una sonrisa se dibujó de parte a parte de la cara de Corinne. Quedó tan impresionada con el trabajo, que insistió en añadir una propina al precio que habían establecido en un principio, pero Gilles se negaba en rotundo. Insistente, aunque viendo la imposibilidad de conseguir aquel propósito, Corinne cambió la propina por una invitación para comer aquel mismo día y así conocer algo más de aquel hombre que había sabido captar la esencia de su alma en un retrato. Aunque vacilante, Gilles aceptó sabiendo que aquella comida podía significar el principio de una relación que llevaba esperando décadas. Y pensó que tal vez en poco tiempo tendría que acostumbrarse a cerrar la puerta del baño mientras se duchaba, a avisar a Fred de que dejara dos
croissants en lugar de uno cada mañana en su puerta, o a que al lado de su boina colgara un bolso del perchero. Lo que Gilles no sabía era que aquella mañana había encontrado el amor en los ojos de una bella dama que le habría de acompañar en cada despertar hasta el último de los días...