Bonita Forma De Conocerse
Y es que Sucede Que Hoy tus palabras me trajeron aquí...
Y ES QUE CADA DÍA SUCEDE ALGO EN NUESTRAS VIDAS DIGNO DE SER OBJETO DE REFLEXIÓN
Me preguntó el cartero si creía en el amor y con cara de sorpresa, pero convencido y elevando la voz dije: sí, creo. Me preguntó después el cartero si creía en el perdón y arqueando bien las cejas y con un gesto burlón le dije: sí, creo. Se quedó en silencio, mirando, de pie junto a su motocicleta amarilla y preguntó: ¿Y cree que en el amor es importante el perdón? Cada vez más extrañado, aunque intrigado por la actitud del cartero, contesté: Sí, claro, me parece importantísimo. Callado, se quitó el casco, lo dejó colgado del manillar y mientras se tocaba el pelo, dijo: ¿Y alguna vez perdonó por amor? Casi al borde de la molestia por la intromisión, dando un paso decidido al frente dije: ¿Se puede saber a qué vienen estas preguntas? Mirándome directamente a los ojos, dejando descubrir la pena que reflejaban los suyos, me dijo: Llevo más de quince años dedicándome cada mañana a repartir el correo de la gente. No me considero alguien especialmente cotilla, pero suelo adivinar cuando se trata de una carta de amor. En ocasiones perfuman los sobres, dibujan corazones o hasta dejan la huella del carmín con la forma de los labios lacrando el sobre. Y cuando abro el buzón del destinatario y la dejo caer, me siento triste porque pienso que yo nunca he recibido una carta de amor. Puedo decirle lo que se siente al depositarla a través de la ranura, pero no sé nada acerca de la sensación de llegar a casa y abrir una. Sólo quería saber qué se experimentaba.
Me encantas. Decididamente, me encantas. No hay un pero en tu figura, eres diosa sin fisura. Tenerte delante es contemplar el mejor rostro al óleo, la perfección del cincel sobre el mármol liso y caliente por la sangre dulce que recorre tu interior. Es querer que todo ocurra, que derroches tu pasión. El mundo, la calle, los coches, la gente, el ruido... todo sobra a nuestro alrededor y demasiado espacio se abre siempre entre nosotros dos. ¿Es tu risa la que escucho cuando pienso en el amor? ¿Es tu voz la que me habla cuando te observo desde el rincón? Tu risa, tu voz, tus ojos, tu pelo, tu aire, tu don... Me encantas. Decididamente, me encantas. Y quisiera perderme en tus mundos más ocultos. Pasear de tu mano por la vida y regalarte un sueño cada día. Volar tan alto como mi mente cuando te imagina aquí, sentir tan dentro como mi pecho cuando te ve venir. Convertir tu felicidad en mi empeño y mi pasión, pidiendo un beso a cambio, una caricia, tu calor. Y vivir del aire que te envuelve y sonreírte cada mañana al despertar, entre sábanas arrugadas y elevada temperatura corporal. Tú en pijama bostezando y sonriendo sin hablar. Yo pensando en la fortuna de poderte contemplar. Que ya es tarde, que nos debemos levantar, que tus leyes y mi pluma nos esperan para ir a trabajar. Claro que si quieres, siempre estamos a tiempo de escapar. Visitar otros países y retratarte mientras posas en lo más famoso del lugar. Y cubrir nuestras paredes con las fotos en collage. Roma, Pekín, Viena, New York, Venecia, París; Londres, Florencia, Budapest, Ámsterdam, Berlín... Me encantas. Decididamente, me encantas. Es la única conclusión a la que llego mientras te sigo pegado a tu coche. Con suerte averiguaré dónde vives y mañana, sin más demora, a esa dirección enviaré un precioso ramo de flores.
Volvía a casa después de un día denso de clases y más clases en la facultad, acompañado a lo lejos por la enorme y cercana luna llena que hoy nos acompaña. Todavía pululaban los últimos rayos de sol de la tarde, pero la enorme esfera blanca ya se dejaba ver entre alguna nube empeñada en ocultar la belleza del astro, seguramente por celos. Hoy lucía sus mejores galas. Así que, tratando de aplicar los últimos conceptos adquiridos en clase relacionados con el tema de la publicidad, iba prestándole especial atención a los mensajes que atiborraban el entorno. Carteles, rótulos, parabrisas abarrotados de folletos... Pero sobre todo me fijaba en las grandes vallas y paneles de carretera, valorando la disposición de elementos, la utilización de los colores, la tipografía, la imagen, el orden, la jerarquía y toda una serie de conceptos que te aporta el hecho de estudiar una carrera que, entre otras muchas cosas, te enseña a esto. Sin embargo, pronto dejé de fijarme tanto en lo formal y mi atención se desvió sin permiso hacia el contenido de los mensajes. Enormes titulares con una misma filosofía de fondo, sin importar la marca que lo sustentaba. Lo único cierto es que había algo en todos ellos que me resultaba del todo familiar. Algo así como una serie de citas o sentencias que parecían sacadas de mi propia mente, aunque no le quise dar más importancia que la aparente, pues pensaba que al fin y al cabo, en publicidad cambia el envoltorio pero no el mensaje. A todo color y con una tipografía de un tamaño descomunal, ocupando casi la totalidad de la superficie del panel, encontré eslóganes del tipo: "El tiempo corre", o "Aprovecha tus horas", "Cómete el mundo" e incluso otros más directos y agudos como aquel en el que se podía leer: "Hoy ya es un día menos..." Pero como digo, tal vez por el cansancio mental, la fatiga cerebral o simplemente por la hora que era, su importancia no trascendió demasiado. Claro que con lo que no contaba yo era con que al llegar a casa, robando unos minutos al tiempo que me separaba de la cena y aprovechándolos para torcer el cuello, esos mismos mensajes iban a cobrar sentido en mis sueños. Pero de esos sueños no retengo más que una sola imagen que se repite; la de la esquina inferior derecha de cada una de las vallas publicitarias que me habían impactado con esos mensajes, donde aparecía con un tamaño inferior: "Firmado, Tu Conciencia". Todo lo que había estado viendo no eran sino imágenes mentales creadas por mi subconsciente sobre vallas en blanco, para hacerme ver que debía aprovechar el tiempo y materializar todos los planes que rondaban por mi cabeza. Cosas de-mentes.
Un día más, como otros tantos ya, se presentó fiel a su cita en el pequeño reino que había instalado en aquel metro cuadrado de adoquines y asfalto. No importaba la hora, tampoco si hacía calor o frío, incluso si lucía el sol o llovía. Allí continuaba puntual a la espera del semáforo en rojo que le brindase la oportunidad de hacer negocio con los conductores del pelotón de coches que esperaban a que la bombilla verde se encendiese para retomar la marcha. El trato era sencillo: cristal limpio a cambio de la voluntad en forma de recompensa por su trabajo. O eso es a lo que de normal se dedicaba, tratando de obtener lo suficiente para alimentarse otro día más en su paso por un infierno que se empeñaba en disimular con sonrisas, ánimo y movimientos alegres a su paso entre las caras largas de los conductores. Sin embargo aquel día llovía y el lujo de llevar una luna delantera limpia y reluciente parecía perder importancia ante la insistencia de las gotas resbalando por el cristal. Tal vez muchos de los que como él se dedicaban al arte del limpiacristales en cualquier semáforo de la ciudad, veían en la lluvia una amenaza que acababa con la posibilidad de recolectar las ganancias de todo un día de trabajo. Pero para aquel artista de la espera en particular, todo parecía tener solución y en días de aguacero como el que caía en aquellas horas, cambiaba el cubo de agua y jabón y la escobilla por los paquetes de kleenex. Pañuelos de papel que venían a cubrir de inmediato la necesidad de poner remedio a los resfriados incipientes provocados por la ropa empapada en contacto con la piel. Pensé que había llegado el momento en que su presencia eterna en aquel mismo semáforo había dejado de ser una obligación necesaria para su supervivencia y se había convertido en una suerte de puesto de trabajo digno al que acudía diariamente con la ilusión de quien disfruta con lo que hace. Y es que en su cara se adivinaba la gratitud hacia quienes compartían algo más que muecas y gestos de negación. Personas que cada día a la misma hora pasaban por aquella calle y hasta saludaban a quien había logrado transformar una ocupación desdeñosa y odiada por la sociedad, en otra cargada de sonrisas, conversaciones de apenas diez segundos y recompensas a la buena cara con la que siempre aceptaba las respuestas de sus clientes. Y otra noche más coincidimos en aquella espera teñida de rojo bajo la lluvia. Por su frente resbalaba el agua que caía con fuerza empapando la vieja camisa medio abierta y sus pies caminaban chapoteando entre los charcos que anegaban el asfalto. Bajé la ventanilla para compartir una de aquellas charlas efímeras a las que me tenía acostumbrado y después del saludo me ofreció un paquete de kleenex que rechacé más por rutina que por voluntad. Sin embargo, recordé que debajo del asiento del acompañante guardaba un paraguas para estar siempre prevenido -aunque es cierto que jamás llegué a utilizarlo- y se lo regalé tratando de facilitar su labor o, al menos, hacer más llevadera la fría noche bajo la lluvia. Aceptó de buen grado y me lo pagó con una de sus sinceras sonrisas mellada. Desde entonces no ha vuelto a llover en la ciudad y, pese a que todavía no he tenido la oportunidad de verle lucir su paraguas, día tras día puedo verlo colgado del seto que delimita uno de los lados de su pequeño reino. Me siento bien.
La luz de las farolas iluminaba el aguacero que caía sobre la ciudad aquella noche. El otoño comenzaba con tormenta y sobre el asfalto se dibujaba el reflejo de los edificios y las luces de los coches salpicando el agua de los charcos a su paso. La radio había dejado de sonar en el mismo instante en que las primeras gotas golpearon el cristal y desde entonces el único sonido que me distraía era el de la lluvia golpeando el techo y el limpiaparabrisas apartando el agua con ritmo cuadriculado. El cielo lloraba el adiós del verano y lo hacía con ganas, mientras la luna tímida trataba de asomar con miedo la nariz sobre las nubes densas que encapotaban el cielo. Viajaba solo, en dirección al centro, y aunque el atasco generalizado en los días de lluvia no invitaba al descanso, marchaba tranquilo y en paz por las calles colmadas de coches y algún que otro paraguas despistado de vuelta a casa. Entretanto, el cielo se rompía repetidamente con rayos y truenos que iluminaban y alborotaban el silencio que reinaba en cada rincón, dejando en evidencia por un instante a todo aquel que se ocultaba en la oscuridad de la noche para cometer el delito de un beso en los portales. Las imágenes se sucedían como efímeros fogonazos que permitían vislumbrar la realidad en tono amoratado. Un beso aquí, una sonrisa allá, una carrera bajo la lluvia por la otra acera, un vagabundo abandonado a la intemperie protegido sólo por cartones, otro beso más allá... La realidad parecía cobrar vida únicamente en el preciso lapso que duraba el destello blanco del relámpago y al que se daba fin con un ensordecedor quejido en forma de trueno. Y así fue que en la eterna espera de un semáforo, a escasos metros de tu calle, de nuevo un rayo iluminó cielo y tierra con la claridad del sol de mediodía y apareciste sentada ocupando el asiento de al lado en el interior de mi coche. Al igual que el resto de visiones, la tuya duró lo que dio de sí el fugaz instante de luz. Un fantasma venido directo desde mi recuerdo y traído por la breve duración del resplandor. Y fuiste tan real durante el poco tiempo en el que exististe, que quise encontrar la manera de decirte que aún te añoraba sin abrir viejas heridas, sin perder derecho al cielo. Quise ordenar palabras temblorosas que te hiciesen saber que te quería sin quererte. Pero fue tan rápida tu partida como tu llegada y ni siquiera tuve tiempo para extender mi mano y rozar tu rostro espectral. Y la lluvia continuó cayendo con fuerza y los relámpagos se sucedieron sin cesar, pero tu imagen jamás volvió a ocupar mi lado. Sólo tuve una oportunidad y la dejé escapar; sólo tuve una ocasión y la sorpresa me privó de toda reacción.
Esta mañana al despertar, me pregunté si me paseaba por tus sueños con la misma asiduidad con la que tú lo hacías por los míos. Si mi recuerdo cobraba forma de imagen onírica y hasta mi voz resonaba en tus oídos susurrándote palabras como las que cada noche tu melodía hace que escuche en mitad de la madrugada. A veces me da la sensación de recuperar el tiempo que desde mucho atrás no me dejas compartir a tu lado, mediante las horas eternas de las noches en soledad perdido en tu recuerdo. Es como si viviera una vida sin ti por el día y con la oscuridad volviera a tenerte entre mis brazos. Como si la luna rindiese pleitesía a los años junto a ti y me regalara tu compañía en forma de sueños vaporosos casi reales. Con la llegada del alba y el primer rayo de luz penetrando en mis ojos, la mente se llena de dudas tratando de discernir entre la vida real y la imaginaria. Pero ya hace meses que no consigo ver la delgada línea que las separa. O es que acaso no existe tal línea y la una sólo es prolongación de la otra. Dos niveles de realidad que se superponen cuando creo tocarte y mirarte directamente a los ojos entre sueños. Dos planos dimensionales que me dan la posibilidad de curar las heridas de la soledad, con las caricias ficticias de tus manos representadas. He escuchado decir que la vida son dos días y la mitad son noches y, por más que trato de encontrarle el sentido a la expresión, no puedo sino más que contemplarla como un dogma contra el que luchar, pues prefiero morir en el intento de transformar los días en eternas noches contigo entre mis sueños, a saber que con la luna tu imagen se desvanecerá y volveré a sentir frío entre las sábanas. Y es por eso que te miro fijamente cada noche entre mil fotos, que repaso los renglones de tus cartas en la cama y que escucho tus palabras en una grabación robada. Todo cuanto pueda inducir a mi mente a transportarme hasta los años de caricias y te quieros endulzados por tu voz enamorada. Y con esa duda he pasado la mañana, rebuscando entra las imágenes del sueño del que acababa de desprenderme sin quererlo, el momento en el que silenciosa te acercabas a rozar mis labios con los tuyos empapados en dulce sonrisa. Y ahora que en el cielo ya se pintan los luceros y en mis ojos pesa el calvario de otro día más sin verte, me preparo para el viaje, enfundado en mi edredón, a la espera de que vuelvas y me lleves de tu mano al rincón sagrado en el que habitas desde el día en que saliste de mi vida y dejaste tiritando a mi triste corazón.
Hace tiempo descubrí que el amor es el único campo de batalla en el que merece la pena morir. Entregar tu vida en busca de la conquista de una bandera con forma de corazón, de unas fronteras que abarcan millones de kilómetros y gobiernan sentimientos una vez vencida la razón. Sin ejércitos, sin galones, sin más armas que la entrega y la pasión, así se libra el combate en el que uno mismo es vencedor. Luchas solo contra todo y en busca de un motivo para no perder la vida por tan noble causa y, cuando estás a punto de escuchar la rendición del enemigo ya vencido, una bala en forma de palabra atraviesa implacable el escudo que cubría la preciada esencia de tu corazón. Entonces ya no hay tiempo ni ilusiones, ya no hay objetivos ni valores. Todo tiembla y se desvanece, como el sol que a lo lejos se prepara para dejar a oscuras la barbarie de la guerra del amor. En el suelo yacen muertas las promesas que forjamos hace tiempo y las sonrisas ya resecas cuyo eco embelesa a la luna que luce triste y apagada sollozando solitaria en lo alto de la noche oscura y cerrada. A lo lejos se presiente el fracaso de una lucha desesperada por abrazar los resquicios de la vida, mientras gotas de sudor y sangre resbalan lentamente por el rostro del lisiado amante. Poco a poco, mientras muere, piensa en su destino y se prepara para el fin de sus horas recordando lo feliz que había sido, todo lo que por amor había sentido y cuánto, de verdad que cuánto le había querido. No encontraba mayor paz que la de saberse vencido por el tiempo en la arena de aquel desierto solitario, tras lidiar hasta la muerte por amar tan locamente y no hallar sino la suerte de decir adiós sin que el cuerpo de su amada se encontrara allí presente. Jamás sería recordado, su gloria finalizaría con la última exhalación y la historia de su vida acabaría con la escena de un cuerpo herido y tatuado con la llama de aquel fuego encendido hacía tiempo en lo más profundo de su corazón. Su camino estaba escrito y desde siempre su capricho fue llegar a ser tan valiente como para enfrentarse cara a cara con la muerte y ganarle la partida con palabras convincentes. Pero enfermó. Y enfermó de amor. Porque pronto se dio cuenta que el amor era una enfermedad que no tenía cura. Una dolencia exasperada que llegaba sin aviso y sentenciaba los destinos de indefensos corazones. Y con amor vivió y por amor se marchó. Y a su amor se entregó y de su amor nada quedó. Tanto fue así que el propio amor fue quien la vida le arrebató. Y de soldados del amor está lleno el campo de batalla, pues no hay guerra más cruenta que la que enfrenta a la razón y al corazón, ni barbarie más sangrienta que la lucha interna entre amar o rendirse únicamente a la pasión. Hace tiempo descubrí que el amor es el único campo de batalla en el que merece la pena morir; hace tiempo aprendí que el amor no se aprende ni se explica, sólo es algo que con suerte, un día te tocará vivir.
Me dijeron de tu vida y un puñal me desgarró violento el alma. Me contaron que sufrías el despecho de la soledad en tus días y tratabas de apagarla entregándote con vicio y desencanto a los juegos de tu cuerpo ardiendo en llamas. Luego supe que llorabas en silencio y por las noches una eterna duda se clavaba sin cesar en el fondo de tu alma. Eran peros y silencios, los cuchillos que arañaban las paredes de tu rabia. No recuerdo cómo, me enteré de que sentías un vacío en tu mirada, que por más que te enjugabas, lágrimas y lágrimas rodaban por tu cara. Yo asentía y escuchaba atento, pues en el fondo ya sabía que de gris terminarían por teñirse tus ahora amargos días. Nadie ríe sin haber llorado y nadie sufre sin haber amado, pero esta lección llegaba tarde a tus oídos inmaduros y por una vida encaprichada convertiste tu futuro en desdichado a la deriva. Yo supongo que debiera sentir pena, rabia, saña, enojo o vergüenza ajena y sin embargo es tristeza lo que siento al saber que de tu vida no quisiste hacer un cuento. Disponías de papel y lápiz, de argumento, emplazamiento, de sorpresas y acontecimientos, pero desviaste tu mirada y tu camino hacia historias donde el bueno nunca es bueno y es el malo quien gobierna tu destino. Y vaya desatino. Confundir palabras huecas con antojos para el corazón; enterrar en voces muertas el susurro del consejo que sonaba en tu interior. Valorar siempre fue un verbo cuyo significado desconociste y ahora gritas a escondidas por ser esclava de las prisas, por creer que el amor es un juego que dominas. Me contaron tus hazañas y reí a gusto sorprendido por la lista de patrañas que colabas a todo aquel que te escuchaba; buena forma de inventar la historia a tu manera, sin dañar tu imagen, sin llegar a desvelar la oscura y densa pasta de la que estás hecha. Y otra vez qué lástima que con el tiempo todo se sepa, que la verdad salga a luz y hasta el suelo se te caiga la cara de vergüenza. Son las consecuencias de tu abono a la mentira, del engaño de tu propia vida, de ese mundo a tu medida que construyes día a día. Se me olvidó hacerte saber que el que miente nunca vence y el mentido, aún sin quererlo, termina despojando de artificios las palabras que creía ciertas, sin caer ni darse cuenta de que estaban enfundadas en las vainas de la injuria y la certeza encubierta. Me dijeron de tu vida y un puñal me desgarró violento el alma, me contaron que sufrías y no hice más que compadecerme aún sin deberlo y apiadarme de la oscura y gris rutina, de los días incapaces de pasar sin tus mentiras.
Llevaba días pensando en las ventajas y los inconvenientes de hacerlo, de llevar a cabo mi plan, de dejar atrás mi vida y embarcarme en la locura de aquella osada aventura. Pero la última noche fue clave para decidirme. Lo vi todo claro, las ganas pudieron con los temores y el hambre de felicidad acabó por dar el empujón definitivo. Así que decidí venderlo todo; algunos muebles, mi coche, mi vieja colección de libros, mis trajes de marca, mis mejores cuadros... Todo cuanto pudiera proporcionarme el dinero suficiente para lo que me había propuesto llevar a cabo. Según había calculado, si conseguía colocar aquello al precio que esperaba, recaudaría lo bastante como para poder alquilar, durante al menos tres o cuatro meses, el piso que enfrentaba a tu ventana. Sería perfecto poder contemplarte cada noche a través de tus cortinas; controlar tus movimientos y pasar las horas perdido en tu imagen. Cada mañana esperaría atento a tu despertar, para ser el primero en robarte una mirada a través del telescopio. Después trataría de adivinarte por la ranura de la puerta entreabierta de tu baño. Luego me cambiaría de ventana para observarte mientras desayunabas y de nuevo donde antes para perderme en tu figura mientras te vestías con suma lentitud, regalándome los mejores minutos del día. Pronto bajarías con prisas al garaje para dirigirte hasta la facultad y entonces aprovecharía para dormir lo que en la noche no fui capaz; no existía disyuntiva entre entregarme al sueño o mirar paciente tu respiración suave mientras dormías ajena a mis ojos en aquella cama que un día compartimos. Sería capaz de aguantar toda la noche impasible observando tu sueño, atento a cada movimiento de tu cuerpo entre las sábanas, velando por tu calma desde el otro lado de la calle. Y buscaría la manera de ocultar mi identidad, aprendiendo a vivir a oscuras para evitar que llegaras a descubrirme. Me convertiría en un ermitaño en aquella vieja casa desprovista de muebles y lujos, pero repleta de ganas de ti en cada rincón. Con paredes forradas de fotografías y cartas de amor y equipada tan solo con una silla, un telescopio y un colchón. En las noches más pesadas pasaría el tiempo dibujándote con detalle en una lámina que el viento acabaría por llevarse con mi primer parpadeo profundo, regalándome la oportunidad de empezar de nuevo fijándome en el contorno de tu cuerpo girado directamente hacia mi ventana. Y así sería feliz día tras día, noche tras noche, admirando la poesía de tu figura, observándote en secreto a cada paso por la casa y viviendo de un amor que fue y seguía siendo gracias a la imagen vista a través de la lente de un telescopio.
Créeme si te digo que lo siento; que jamás fue mi intención que llegara a suceder todo esto. Que se me ha ido de las manos, que por primera vez en la vida algo así me ha superado. Yo sólo trataba de intentar cambiar el rumbo, de fingir que todo es humo, de entender que en el amor, nunca dos es resultado de sumarle uno a uno. Esto es sólo una carta de arrepentimiento, de disculpas aún por conceder, de sonrisas rotas y tequieros fríos de papel. Te pido perdón con una mano en el pecho y la otra señalando al cielo; suplico la clemencia de tu mente, la dispensa de tu daga, la misericordia de tu alma que arde en llamas. Cómo decirte que no es cierto lo que dicen, que me muero por tu ausencia, que jamás podré cambiarlo, aún por mucho que ellos griten. Me arrodillo ante tu cuerpo reclamándote piedad, que no muera en tu castigo, que me quieras de verdad. ¿Y si todo fuese un sueño? ¿Y si el daño que me hiciste fuese sólo un mero invento? Que no hay heridas, que es todo un cuento; que éstas cicatrices ya las curará el tiempo. No sé cómo pude hacerlo, no sé cómo no pudiste verlo; que no te miento, que es completamente cierto, que en silencio y de puntillas te marchaste con el viento. Ni un adiós, ni un sólo gesto; sólo pasos, sólo metros. Y poco a poco cae el velo y deja al descubierto uno ojos verdes, ahora negros: la triste mirada que quedó, después de que las mejores vistas se fuesen contigo al decir adiós. El mejor rostro en el mejor cuerpo; la mejor sonrisa en la belleza más precisa. Lo siento, créeme que lo siento. Siento haberte robado el tiempo mientras leías esto; siento haberte encaminado poco a poco hasta este singular momento; hacia este pobre e inconcluso texto. Lo siento, créeme que lo siento, por haber tratado de rozar con mis letras tus pupilas, sin pensar que por momentos se convierten en espejo de palabras intranquilas.
Como cada mañana desde hacía más de treinta años, Gilles se había despertado con el primer rayo de sol que atravesó su ventana. Era una de esas personas de sueño frágil y despertar sencillo, que amanecía a la vez que el propio día y se acostaba cuando la luna comenzaba a resaltar sobre el fondo azul oscuro de la noche iluminada de París. Aquel día el cielo estaba despejado y se respiraba un aire de paz en la habitación, que presagiaba una buena jornada repleta de vitalidad y optimismo. Gilles vivía solo en su buhardilla escondida tras los muros de una callejuela de Montmartre y, como acostumbraba a hacer a diario, nada más salir de la cama se dirigió hacia su antiguo tocadiscos para llenar la pequeña estancia con la mejor música francesa de los años cincuenta y sesenta. Adoraba entrar al baño sin cerrar la puerta y canturrear en la ducha al son de aquellas notas de acordeón y armónica. Una vez aseado, vestido y desayunado -rara era la mañana en la que Gilles perdonaba su café con leche y el croissant que cada día le dejaba en una pequeña bolsa de papel su amigo Fred, dueño de la mejor Boulangerie del barrio -, cogía su viejo maletín de madera oscura y gastada, se colocaba con esmero su característica boina negra y se dirigía calle abajo hacia su lugar de trabajo; la famosa Place du Tertre. De camino silbaba la melodía de la última canción que había escuchado mientras se arreglaba y sonreía dando un cordial bonjour a todas las personas que se cruzaban con él. Gilles siempre había sido un hombre querido por todos en el barrio. Todo parecía discurrir con normalidad en aquella mañana apacible del mes de abril, en plena ebullición primaveral, pero pronto habría de sucederle algo a Gilles que le cambiaría el rumbo del día y de su vida. Ajeno a todo, continuó caminando y silbando como de costumbre, hasta que llegó y ocupó el mismo rincón de la plaza que llevaba ocupando desde sus inicios como retratista. Un rincón ganado a fuerza de trazo y carboncillo deslizándose con armonía por la rugosa textura del papel. Se decía entre los compañeros que una mirada retratada por Gilles, veía más que los propios ojos del representado. Así que poco a poco desplegó todo el material de trabajo y se sentó a esperar el aluvión de turistas que comenzaría a llegar en pocos minutos. A veces tenía la sensación de que, de pronto, abrían unas compuertas y la gente corría hasta llegar a aquella plaza, que se colmaba en cuestión de segundos. Comenzó con un niño sonriente y de rasgos nórdicos; después vino una señora joven latina con las facciones muy marcadas y un tono de piel tostado con aroma a mar; un par de niños más, un joven oriental y, como apareciendo de la nada, en mitad de un círculo de gente, áurea, pura, divina e impecable, una señora con más de sesenta veranos vividos, se acercó hasta él en busca de un retrato de calidad que demostrase la reputación de aquel pintor. Gilles no sabía lo que sentía y, por más que trataba de encontrarle explicación al suave cosquilleo de su estómago ya desentrenado para este tipo de sensaciones, no encontró más que un deseo irrefrenable de contemplar cada milímetro de su piel representado por sus manos sobre el lienzo. Aquella señora poseía la obra maestra bajo su rostro, el trazo perfecto en el contorno de sus elegantes arrugas y el exotismo del óleo en el lunar de su mejilla izquierda. Por primera vez en tantos años Gilles creía que acababa de tener un flechazo. Intercambiaron un breve diálogo que culminó con una cifra y la sonrisa de Corinne, como se hacía llamar la elegante señora. Al parecer, pese a haber vivido siempre en París, Corinne jamás había sido retratada por ningún pintor de la Place du Tertre y ahora quería poner remedio a aquello y cubrir un lateral de la pared de su habitación con el cuadro. Pese al extraño temblor en las manos de Gilles, el carboncillo comenzó a resbalar por el lienzo mientras sus ojos se clavaban en la sonrisa y la mirada del ángel que le habían enviado aquella mañana. Poco a poco la obra fue tomando cuerpo y ganando en realismo, gracias al increíble trabajo de sombreado que aplicaba Gilles, hasta que quedó culminada casi cuarenta minutos después del inicio. Nunca había necesitado más de la mitad de ese tiempo para acabar un retrato, pero en aquella ocasión había querido poner todo su empeño y calidad para deslumbrar a su musa con el trabajo final. Y así sucedió. Después del c'est fini dio la vuelta a su cuaderno y una sonrisa se dibujó de parte a parte de la cara de Corinne. Quedó tan impresionada con el trabajo, que insistió en añadir una propina al precio que habían establecido en un principio, pero Gilles se negaba en rotundo. Insistente, aunque viendo la imposibilidad de conseguir aquel propósito, Corinne cambió la propina por una invitación para comer aquel mismo día y así conocer algo más de aquel hombre que había sabido captar la esencia de su alma en un retrato. Aunque vacilante, Gilles aceptó sabiendo que aquella comida podía significar el principio de una relación que llevaba esperando décadas. Y pensó que tal vez en poco tiempo tendría que acostumbrarse a cerrar la puerta del baño mientras se duchaba, a avisar a Fred de que dejara dos croissants en lugar de uno cada mañana en su puerta, o a que al lado de su boina colgara un bolso del perchero. Lo que Gilles no sabía era que aquella mañana había encontrado el amor en los ojos de una bella dama que le habría de acompañar en cada despertar hasta el último de los días...
Pisar aquel lugar me traía de inmediato el recuerdo de aquella vez en la que te sorprendí con una visita relámpago sin más motivo, que el de susurrarte un te quiero desprevenido. Me había cruzado de parte a parte la ciudad sólo por compartir contigo un par de minutos que me endulzaran lo que quedaba de día. Te busqué por todos los rincones, pregunté, caminé y hasta corrí al saber que te quedaba muy poco tiempo para retomar las clases. Fue bonito regalarte aquella sorpresa, como bonito fue el beso con el que me la agradeciste. Pero de eso ya hacía mucho tiempo y, de nuevo en el mismo escenario, me sentí frágil y sin rumbo. Ya no tenía que buscarte, ni que preguntar, caminar o correr; ya no tenía siquiera que decir te quiero a unos oídos ahora sordos y desviados. Volver a pisar los adoquines por los que aquel día caminé con tanta energía y devoción me producía una sensación de despecho al compararlo con la desgana con la que entonces me movía. Y entretanto por mi cabeza rondaba el deseo de encontrarte de nuevo allí, entre la multitud. Sería tan fácil un descuido, un choque fortuito hombro con hombro ahora que me movía por los mismos lugares en los que solías estar... Tal vez me viste en la distancia y trataste de escapar de mi presencia por miedo a un reencuentro desprevenido, a un intercambio de palabras sin un guión preparado en el que, como ya hiciste, disfrazaras las palabras afiladas con algodones de color. O puede ser que simplemente cada uno comenzara a caminar en el sentido contrario al otro sin recaer en su presencia. El caso fue que no te vi y sin embargo aún guardo el presentimiento del reencuentro. Como si se acercara el momento de volver a escuchar tu voz; como si el destino y la vida se aliaran de nuevo con el tiempo para provocar nuestro cruce aparentemente casual. Será que es tiempo de regresos, de que todo vuelva a empezar. Será que septiembre acecha y tu ausencia no se debe prolongar.
Todas y cada una de las noches del último año, me acostaba y me levantaba viendo lo mismo a través de mi ventana. Aquella casa vacía y sin vida, de paredes frías, solitaria. Nunca nadie la había ocupado desde su construcción, apenas tres años atrás y, aunque durante un tiempo el cartel que anunciaba su venta colgaba de la puerta de acceso a la propiedad, ya hacía varios meses que había desaparecido. Recuerdo aquel día a la perfección. Volvía a casa tarde y, al llegar, me percaté de la ausencia de aquella lámina metálica de color verde en la que figuraba el teléfono de la inmobiliaria. La excitación se apoderaba de mí conforme me preguntaba cómo serían los nuevos vecinos. Imaginaba una familia, no sé, tal vez de cuatro o cinco miembros, llegada allí con motivo del traslado por el cual, el padre de familia debía liderar una nueva sede de alguna famosa multinacional recién inaugurada en la ciudad. Aunque a decir verdad, lo mismo podía ser aquella familia como otra que, después de vender todas las posesiones e invertir todos los ahorros, por fin habían adquirido la casa de sus sueños. Pero el caso es que ambas familias, incluso cualquier variante que se me pudiera ocurrir, compartían el hecho de contar entre sus miembros con una preciosa chica que rondaba los veinte años de edad y a la que, curiosamente, asignaban la habitación cuya ventana enfrentaba directamente a la mía. Esa misma que durante más de dos años había contemplado cada noche con la esperanza de ver el reflejo de una luz, o la sombra de unas manos sobre la pared, o unos ojos perdidos oteando el horizonte. Desde aquel instante nunca más vería cómo mis ilusiones eran devueltas en forma de persiana cerrada y oscuridad total, de silencio y soledad al otro lado de aquel cristal. Imaginaba el momento de las presentaciones, una cena de bienvenida, coincidir alguna noche al sacar a pasear al perro, compartir miradas en la distancia a través de las ventanas, observarte regar los preciosos geranios rojos con los que habías adornado tu balcón, o lanzarte mensajes secretos a través de aviones de papel directos a tu habitación. Imaginaba que podía intuir tu figura entre las finas láminas de la mallorquina, o a través de la suave tela de tus cortinas. Escucharte cantar, observarte estudiar, leer, bailar. Convertirme en un espía indiscreto a través de tu ventana, o quizás observarte detenidamente mientras te tumbabas al sol en el jardín, o tomabas el baño en la piscina que alcanzaba a ver sentado desde mi propia habitación . Quién sabe si tal vez podría llegar a averiguar cuál era la visión de mi cuarto desde tu ventana... Salir cada mañana a la misma hora cada uno de su garaje, para dirigirnos a la facultad, o recurrir al viejo truco de la sal cuando llevara varios días sin poderte contemplar. Y llegar a ser capaz de escribir tus memorias sin más conocimiento de ti, que el que me permitía intuir el pequeño mundo que se divisaba a través de tu ventana. Pero desgraciadamente el tiempo pasa y aún sin cartel, nadie habita en el interior de aquella casa, ni la figura de ninguna joven se escudriña a través de la ventana cerrada que observo cada noche y día.
Se apagaron las luces y el silencio reinó en la misma sala en la que apenas unos segundos antes el griterío nervioso e impaciente de la gente se había apoderado del espacio. Todo el mundo estaba expectante, por fin la obra iba a empezar, por fin el espectáculo de luces, música y colores se disponía a comenzar. El patio de butacas, los palcos, los pasillos, todo estaba a rebosar aquella noche en la que Madrid me acogía para contemplar el musical. Los acordes de una conocida canción comenzaron a escucharse y poco a poco los actores fueron apareciendo en escena, al tiempo que los focos iban iluminando la gran platea. Aproveché el momento de máxima luminosidad para echar un vistazo general al interior del teatro cuando, en el camino de vuelta hacia el escenario, mis ojos se cruzaron con los suyos al otro lado del pasillo. Apenas estaba dos filas más atrás y por alguna extraña razón su mirada había ido a coincidir con la mía, deslumbrándome más que las propias luces de colores. El aplauso del público me sacó de aquel estado de asombro al que el encuentro me había transportado. El show continuó y en el breve lapso entre canción y canción, aprovechaba para volver la vista hacia su butaca hasta el momento en que me descubría espiándole de lejos. Era entonces cuando a mí me invadía la vergüenza, mientras que a ella se le esbozaba una irremediable sonrisa. Tuve la sensación de que el interés de aquella noche ya no se encontraba tanto en lo que se representaba sobre el escenario, como en conseguir intercambiar palabra con ella. Necesitaba saber su nombre, su teléfono y hasta su vida. Así que, después de más de una hora de miradas furtivas y disimulos poco eficaces, aproveché el descanso de la obra para salir y encontrarla en el zaguán del teatro. Seguramente aprovecharía la escapada para retocar en el baño su maquillaje, su peinado, o para comprarse un refresco que calmara la elevada temperatura que parecían desprender sus ojos en la distancia. Salí a paso ligero y entre empujones, pero le perdí el rastro y el encuentro deseado no pudo producirse. Le busqué incansablemente por todo el hall, en la entrada de los baños, en la cola y en la barra del bar, pero la música volvió a sonar y una voz femenina avisó por megafonía de que la segunda parte del musical iba a dar comienzo. Así que regresé algo desilusionado a mi butaca y, cuando me senté, comprobé que no ocupaba la suya. El show comenzó de nuevo y a mitad canción vi cómo entraba de puntillas en la sala y se sentaba con cuidado. En la mano no llevaba nada y ningún retoque parecía contemplarse en su cara, cuando vi que sacaba el teléfono del bolso y lo apagaba. Una llamada. Había salido del recinto para hacer una llamada. Después de apagar el teléfono e introducirlo en su elegante bolso, levantó rápidamente la cabeza recogiéndose el flequillo con la mano y miró directamente hasta donde yo estaba, cómo no, perdido en su imagen. Ahora la sonrisa fue mutua y los dos nos giramos al tiempo para seguir con el espectáculo, mientras las sonrisas eran incapaces de borrarse de los rostros. Con aquel gesto tuve la certeza de que al salir me esperaría, pues había comprobado que al entrar esta segunda vez, nadie de los que ocupaban las butacas de su lado había intercambiado palabra alguna con ella, por lo que deduje que había asistido sola.
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