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Cuando Arde En Mí Tu Recuerdo

Cuando arde en mí tu recuerdo y me llena de dolor, trato de cerrar los ojos, de no buscarle explicación. Y es que hoy me he dado cuenta que por más que deje pasar el tiempo, por más que trate de vender tu imagen al viento, te sigo sintiendo demasiado cerca y a corazón abierto. Que sigo en vilo, que no te tengo; que pruebo suerte y no te encuentro. Salgo cada día y te busco entre la gente, te busco entre los coches, te busco eternamente. Paso por tu calle a la deriva, paso casi de puntillas, paso pero no consigo verte. Recorro la ciudad, visito más rincones, camino tras tus pasos y me pierdo en mil lugares. Silencio los minutos del reloj, invento una coartada, te pienso en otros brazos y a los pies se me desprende el alma. Lloro, callo y grito de rabia por tu ausencia, mientras tú apenas recuerdas, mientras sigues en tu mundo ajena. Sólo trato de endulzar mi vida, de omitir mentiras, de empezar de nuevo la partida. Pero sigues paseando por tu playa; lejos, fuera, sola, muerta. Tu recuerdo es incesante y tus ojos son puñales que afilados hieren hasta ver correr mi sangre. Sangre por la que un día luchaste, por la que un día cometiste el grave error de amarme. Imagino tus palabras a lo lejos y descifro tu mensaje en pro del tiempo; que no es hora, ni es momento, que te espere para luego. Y ese luego se hace eterno como el silencio entre los dos, como la lluvia que resbala y penetra en mi interior. Ahora todo está mojado, está quebrado y sin sabor. Ya el retraso es pesado y me embriaga el amargor. Que las noches son eternas y de día ya no luce el sol; que el invierno aún no ha llegado y tiritando está mi corazón. Un fugaz encuentro, una sola situación, apenas pido nada, ya me basta con tu amor. Una foto renovada donde aparezcamos tú y yo, o que leas por descuido aquellos versos que te regalé y hoy descansan solitarios en el fondo del cajón. Que tu escudo y tu armadura oxiden pronto y se desprendan de tu cuerpo, para aprovechar así el instante y lanzarte de nuevo la flecha de mi amor. Una flecha envuelta en llamas, directa a tu corazón; una flecha que enfilada, vuelva a abrirse hueco en tu interior. Porque sé que andas en duda, que en la noche en mí te escudas y es el día quien te llena de dolor. Lo he intentado demasiado y mis fuerzas ya han flaqueado, ahora es sólo tuyo el turno, haz que vuelva a creer en algo. No, no es que tire ya mis ganas, no es que derrotado alce los brazos, es que pienso en el mañana, es que añoro tus abrazos.

Y es que Sucede Que Hoy me permití una declaración prosopoética...


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Te Deseo En Forma De Verso

Quisiera saber qué escondes detrás de tus ojos de gata.
Quisiera saber qué ocultas debajo de tu mirada parda;
qué sueños, qué gustos, qué savia,
qué penas, qué historias, qué rabias.

Quisiera saber en qué piensas cuando te descubro callada.
Quisiera saber de qué hablan los silencios que guardas;
de lunas, de cuentos, de amores,
de sombras, de vicios, temores.

Quisiera saber qué cara pondrías al saber que te quería.
Quisiera saber en qué lugar, en qué rincón te esconderías;
qué temes, qué buscas, qué sientes,
qué gritas, qué callas, qué quieres.

Quisiera saber qué aroma desprende de cerca tu cuerpo.
Quisiera saber el sabor que esconde la pasión de tus besos;
de eternidad, de gloria, de cielo,
de frenesí, de vida, de tiempo.


Y es que Sucede Que Hoy te imaginé con cuerpo de poema...
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La Calle Que Te Vela Cada Noche

Giraba la cabeza de un lado a otro buscando un hueco entre el enjambre de coches aparcados de todas las maneras posibles, mientras avanzaba a paso lento por aquella calle que desembocaba irremediablemente frente a tu portal. Llevaba algo más de cinco minutos dando vueltas sin parar, tratando de evitar mirar hacia tu ventana cada vez que pasaba por debajo de ella. El destino había querido que tuviese la necesidad de aparcar mi coche justo en aquel barrio al que tantas veces me asomé durante el tiempo en el que estuvimos juntos. Pasaban los minutos en el reloj del salpicadero, restando tiempo al poco que me quedaba para lograr llegar a la hora a la que estaba citado, cuando al fin vi a un hombre entrar en su vehículo dispuesto a abandonar aquel lugar. Esperé impaciente hasta que finalizó la maniobra y pude estacionar mi coche allí, justo bajo de tu casa, justo frente a tu ventana, justo donde tantas otras veces se quedó esperándome hasta que bajara después de una visita fugaz en la que ni había, ni quería más tiempo que el preciso para darte un beso eterno. Pisar aquella calle y respirar el aire removido por sus árboles me transportaba sin freno hasta los días en que veía pasar los coches asomado a tu balcón, mientras tú dormías en la cama apenas medio metro más allá de mí. Yo, apoyado en la barandilla, comprobaba que mi coche seguía en el mismo sitio y sin ningún papel de color rosa adornando el parabrisas, y entonces volvía dentro para acurrucarme a tu lado sin hacer ruido. Aquellos eran días en los que no nos importaba el tiempo; días en los que el aire sobraba entre nuestros cuerpos que se empeñaban en sentirse bien de cerca; días en los que de tus labios y los míos sólo se escapaba algún te quiero y mil suspiros. Y ahora estaba de nuevo allí, casi un año después, mismo cielo sobre mismo suelo, esperando a que el semáforo cambiara de color para poder cruzar la calle y alejarme a mi pesar de tu ventana. Marchaba presto, apurando los minutos que me separaban del retraso y con la cabeza invadida al completo por tu recuerdo. Caminaba por la misma acera por la que tú y yo paseábamos de la mano hacia otra tarde más con aroma a felicidad y dulce encanto. Y por un momento deseé con toda el alma que al regresar al coche para marcharme, encontrara lo que tantas veces temí de aquel lugar; un papel en el parabrisas, salvo que esta vez, con tu puño y letra decías haber reconocido mi coche desde tu ventana y me lanzabas un beso de tinta y papel, que yo aceptaría como el más dulce en aquellos meses de labios resecos por tu ausencia.

Y es que Sucede Que Hoy aparqué en la calle que te vela cada noche...

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Dos Caminos Que Se Vuelven a Encontrar

Hay días en los que me planteo cómo hubiese sido mi vida de haber escogido otros caminos que en alguna ocasión se presentaron ante mí y rechacé. Y digo rechacé sin estar nada convencido de querer emplear esa palabra, porque cada día creo más en que uno sólo traspasa las puertas que escoge, sabiendo que todas ellas llevan al mismo destino final y en su elección sólo se pone en juego el camino hasta llegar a esa meta. La capacidad de elección siempre existe, pero dentro de una línea y un propósito fundamental marcado desde antes de nuestro nacimiento aunque, posiblemente, elegido ya desde entonces por lo eterno de nosotros mismos. Así que hoy me vino a la cabeza la pregunta de qué hubiese sido de mí, si finalmente hubiese cumplido mi deseo infantil de ser arqueólogo. Desde bien niño me apasionaba el hecho de poder encontrar restos de otras civilizaciones y culturas olvidadas varios metros por debajo de donde pisaba y hasta soñaba con ser famoso gracias a un descubrimiento de algo trascendental para la comprensión del universo. Recuerdo que me imaginaba vestido con mi bata blanca y armado con un pincel, dispuesto a desempolvar todo un antiguo poblado a partir de una roca diferente a las demás, encontrada por pura casualidad. Me veía viajando de un lugar a otro del planeta, siempre en busca del gran hallazgo, del gran misterio por revelar o del fósil de algún animal desconocido hasta entonces. Y mientras recordaba todo lo que me había llegado a emocionar aquella profesión, tuve una especie de visión trascendental y pude sentir por un momento la vida que hubiese tenido de haber seguido aquel deseo pueril. Y fue suficiente el recuerdo para edificar una historia en la que indudablemente tú tenías que aparecer. Así que tuve la clara visión de encontrarme lejos, muy lejos, tal vez en mitad de la selva amazónica, desenterrando las ruinas de un poblado próspero que había habitado aquellas tierras desde muchos siglos antes de nuestra era. Una civilización que vivía a medias entre el mundo terrenal y el divino, entre lo mundano y lo celestial, entre el polvo del suelo y la eternidad del cosmos. Allí limpiaba y limpiaba con mi pincel hasta que descubrí lo que parecía la esquina de una losa tallada a conciencia. Empleé las manos para retirar toda la tierra sobrante y llegar a descubrir toda aquella figura, que resultó estar dividida en viñetas con dibujos claros y extrañamente parecidos a los que yo solía hacer en aquellos años en los que quería ser arqueólogo. Había innumerables viñetas, algunas talladas y otras vacías. Las veinte primeras, descubrí que estaban protagonizadas por mí mismo, narrando mi vida recuadro tras recuadro, hasta llegar a los veinte años de edad. Después de la viñeta número veinte, se sucedían todavía muchos otros espacios pero sin tallar, eliminando la posibilidad de saber cómo continuaba mi vida, hasta que observé atónito, que tú volvías a aparecer en mitad de la nada, perdida en una de las representaciones posteriores, cogida de mi mano y sonriente. En aquel preciso instante envolví la tabla en una tela blanca y la llevé conmigo sin querer mirar la cantidad de espacios vacíos que separaban la última viñeta de aquella en la que de repente aparecíamos los dos de nuevo. La llevé a casa, abrí el armario de la buhardilla y la dejé suavemente al fondo. Con aquella tabla entendí que no importaba cuánto tiempo debía transcurrir hasta tu regreso, pues estaba escrito que nuestros caminos se volverían a encontrar en algún punto de nuestras vidas.

Y es que Sucede Que Hoy jugué a ser el arqueólogo que siempre quise ser...

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Una Historia Inacabada

Recuerdo aquella noche en la que paseaba por las calles de un París apenas iluminado por el tenue resplandor que salía de las ventanas de las casas cercanas y la luz amarillenta de las farolas perdidas por las aceras. Los días de julio se esfumaban en aquella semana y me faltaban horas para disfrutar de todo lo que la hermosa ciudad me ofrecía. Edificios, calles, comercios, museos, plazas y un aire bañado en amor que revoloteaba por todas las esquinas, despertando sentimientos que por entonces creía ya dormidos. Me habían prevenido del peligro y, pese a creer estar vacunado contra aquel efecto, tu recuerdo me inundó por completo, mientras mi cuerpo avanzaba en dirección a Les Champs du Mars. Sentir aquel extraño impulso que desprendía cada centímetro de ciudad me condujo sin remedio hasta la imagen mental que conservaba de los años junto a ti. La soledad comenzó poco a poco a correr por mis venas y se distribuyó equitativamente por todas las partes del cuerpo, de tal manera, que mis ojos te añoraban tanto como mis manos, mi espalda, mi pecho o mis piernas. Inspiraba amor y cuando trataba de exhalarlo me encontraba con que no te tenía al lado para regalártelo. Mis pupilas soñaban con verse reflejadas en las tuyas en cada rincón, mi mano se perdía imaginando que apretaba con fuerza la tuya al pasear y mis oídos se deleitaban escuchando una voz espectral que no escuchaban más que ellos. Recuerdo que una lágrima rodó por mi cara cuando la luna iluminó por completo el río Sena en calma, atravesado sólo por un bateaux-restaurante con una mesa para dos vacía, ambientada por la luz de una vela sobre el mantel rojo. La Torre Eiffel ya asomaba a lo lejos y sus destellos me recordaban a los que salían de tus ojos en aquellos primeros días de nuestro amor, ahora ya tan lejanos. Y tuve la tentación de llamarte, aunque sólo fuese por escuchar tu voz al contestar y después colgar. Sentía la necesidad de hacerte saber que te echaba de menos en mitad de aquel paraíso para los enamorados, como yo lo estaba de ti. Tratar de reunir el aire suficiente en mis pulmones para lanzarte en un suspiro un "aún Te Quiero" que te hiciese temblar por dentro a pesar de tu armadura aparente. Pero no tuve el valor suficiente y ahora a quién le importa que no lo hiciese, si tal vez perdí entonces la oportunidad de volver a tenerte.

Y es que Sucede Que Hoy París volvió a mi mente de tu mano...

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Una Dulce Recompensa

Primera, segunda, tercera, cuarta... Las marchas se sucedían apresuradas en aquella tarde en la que salí de casa apurando el tiempo en dirección a la ciudad, donde varios amigos aguardaban ya el momento de mi llegada. El cielo continuaba igual de gris que los días anteriores y en el ambiente se seguía respirando ese aire a regreso que me transportaba hasta los días en los que veía acercarse el fin de la espera y pronto regresabas de tus vacaciones en la playa. Eran días en los que todo parecía transcurrir más lento, ansioso por volver a verte, y mi mente pasaba las horas ideando el mejor plan para ese primer reencuentro postvacacional. Cómo recibirte, qué decirte, de qué tema hablar primero, qué pregunta estúpida formularte, dónde ir a pasar la tarde, con qué astucia disimular mi alegría fervorosa por tenerte otra vez delante... Trataba de controlar cada centímetro de parcela hasta el momento en que aparecías y me lanzaba a tus brazos desmontando cualquier plan previo. Bastaba volver a tenerte a escasos centímetros de mí para que todo el mecanismo de emociones y sentimientos volviese a funcionar con fluidez y por mi cabeza no pasara ninguna otra idea más que la de entregarme en cuerpo y alma a ti. La ilusión me hinchaba los pulmones de aquel aire dulce del que apenas puedo recordar ya su aroma. Tu regreso significaba la vuelta al inicio de los días plenos en el calendario; de las horas rápidas y los latidos acelerados de un corazón radiante por volver a verte. Y mientras me encontraba perdido recordando aquella extraña y bendita sensación de años atrás, pedí clemencia al cielo y claudiqué ante el empuje inagotable de un alma que demandaba de nuevo aquel sentimiento. Fue entonces cuando el destino quiso darme una lección y, apenas unos metros más allá, en mitad de la rotonda que debía atravesar para coger la carretera, te vi de pie sosteniendo un cartel de cartón con el nombre pintado de la ciudad. A tu espalda, apoyada en la valla de protección, descansaba una enorme mochila repleta de ropa y de historias y, a juzgar por el poco ímpetu con el que alzabas tu pulgar, hubiese jurado que llevabas horas allí esperando un alma caritativa que se ofreciese para llevarte. Entré con prisa en la rotonda sin quitarte ojo, hasta el momento en que nuestras miradas se unieron en el espacio a pesar de la velocidad y, justo en el instante en que iba a tomar la salida haciendo caso omiso a tu petición, sentí una extraña llamada en mi interior que, de alguna manera, me obligó a completar otra vuelta entera a la rotonda y a detener mi coche justo a tu lado. Bajé la ventanilla para preguntar de manera estúpida -el cartel lo indicaba perfectamente- a dónde te dirigías, y con una gran sonrisa y un toque afrancesado en tu voz, me diste las gracias por adelantado y me indicaste educadamente el lugar al que pretendías llegar. "Me basta con que me dejes en la entrada" -dijiste, pero insistí en llevarte hasta el punto exacto. Subiste al coche agradeciéndome a cada segundo la compasión que había demostrado, mientras yo trataba de encontrarle explicación a ese empuje invisible que me había llevado a parar para recogerte. Comenzamos presentándonos y, como si nos conociésemos de mucho tiempo atrás, iniciamos una conversación de la que todavía recuerdo cada palabra. El eco de tu voz y la manera en la que resonaba tu acento, hacia deslizar suavemente las palabras hasta mis oídos. Resultaste ser una parisina trotamundos, estudiante de psicología e intérprete aficionada de piano y guitarra, que aquel verano había decidido recorrer Europa cargada sólo con una mochila y un rotulador con el que cambiar el nombre del destino en los cartones que sostenías mientras esperabas la parada de algún coche en la carretera. Sonaba extraño y a la vez del todo sugerente y atractivo, pero si por algo me gustó saber aquello, fue por todo lo que conllevaba tu aventurera manera de viajar; resultabas una chica atrevida, viajera, decidida, apasionada, interesante... Pronto me di cuenta de que, desde el momento en el que habías subido al coche, se me había olvidado por completo la cita con mis amigos, el estrés, las prisas y hasta el pensamiento que había estado ocupando mi cabeza instantes antes de tu aparición -creo que pensaba en algo con ya demasiada poca vida-. Te ofrecí agua de la botella que siempre me acompañaba en el coche y aquello me trajo la idea de invitarte a tomar algo para seguir conociendo más de toda tu aventura mochilera. Así que, después de una llamada y un "ya os explicaré" que no llegó a convencer a nadie, cambié de rumbo dirección a una cafetería céntrica de la ciudad.

Y es que Sucede Que Hoy el destino me esperó en una rotonda...

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Un Otoño Improvisado

Hoy vino a visitarme el otoño entre vientos revoltosos y nubes negras a lo lejos tapando al sol. Llegó sin avisar, precedido por la suave y fresca brisa matutina, entrando sin llamar por la puerta de la esquina. Le acompañaba la triste poesía con sabor grisáceo y un tedioso y lento caminar de las horas. Nada más notar su presencia pude sentir cómo agosto comenzaba a acurrucarse entre sus sábanas color turquesa mar, mientras las manecillas del reloj de septiembre se aproximaban implacables a la hora de su despertar. Atrás quedaban los días de calor, las mañanas en la playa y las tardes bajo el sol; las noches estrelladas, los cuadernos de los viajes, la toalla, el bañador. Por mi cuerpo avanzaba sin freno esa extraña sensación a comienzo, a origen, a raíz. Volvía a empezar el ciclo y las estaciones a fluir. La temperatura descendía y el calor iniciaba su escapada por todos los pasillos y paredes de la casa. Consigo arrastraba los recuerdos de unos días tan intensos como taciturnos. Ahora todo olía a tierra mojada y la melancolía se apoderaba de un corazón en horas bajas, mientras el viento y la lluvia continuaban sonando ahí afuera. No había libros, ni películas, ni canciones suficientes para acallar los gritos de auxilio de un alma entregada al fracaso de las horas muertas. El momento esperado seguía sin llegar y los silencios cada día me ensordecen más. Pronto llegarán los charcos y las gabardinas, los termómetros bajo cero y la triste oscuridad recortando horas a los días. La rutina y la ruina, resfriado y calentón, pero temo más a la desdicha y las heladas de mi corazón. A esas que me aproximan al recuerdo de los días con tu nombre en el calendario, de los aniversarios rotos, emborronados y caducos. Y otra vez me tocará esperar a la primavera, y otra vez le contaré mis penas a la luna llena.

Y es que Sucede Que Hoy el frío pintó de gris las horas...

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Recortes De Un Amor Lejano

La tarde pasaba lenta y el hastío comenzaba a ser del todo indigesto, cuando abrí el armario para colgar la camisa recién planchada y allá en lo alto, entre más cajas, encontré aquella en la que guardaba mis tesoros más íntimos. Era la más pequeña de entre todas las demás y, sin embargo, era la que más valor tenía. Valor sentimental, por supuesto, ya que lo que en ella se guardaba no tendría más uso que el de servir de sábana a los gatos que merodeaban el contenedor de la basura cada noche. Dentro, sólo papeles y más papeles de todos los colores, formas, tamaños y épocas. Como quien encuentra un cofre y se aparta del mundo para admirar en calma su cotizado bien, descendí la caja del altillo y la deje sobre el escritorio, mientras acababa de un soplido con la fina capa de polvo que se había formado con los años que llevaba sin ser tocada. Sentía la curiosidad del niño a quien acaban de regalarle un juguete y se desvive quitando el envoltorio, tratando de disimular la sonrisa incontrolada que se dibuja en su rostro. Con sumo cuidado, destapé la caja y de pronto me vino ese aroma a papel viejo y cerrado que tanto me había gustado siempre. Tuve la sensación de haber entrado en una vieja biblioteca repleta de volúmenes de anticuario. Lo primero que encontré fue una bolsa atada con esmero, que contenía mi vieja colección de canicas de colores, con las que tantas tardes había pasado jugando en mi niñez. Meter la mano en la espesura de sus cuerpos amontonados fue tan estimulante como hubiera sido hacerlo en una montaña de oro en polvo. Tantos recuerdos, tanta vida, tanta historia. Más abajo comenzaba el revoltijo de recortes y papeles manuscritos con las palabras tiernas e inocentes de una mente aún por corromper. Desde antiguas redacciones escolares de cuando recién había dejado el lápiz para comenzar a utilizar el bolígrafo, hasta algunos de los borradores de las cartas de amor que solía escribir. Frases, citas, párrafos enteros... Todo tenía espacio en aquel cajón de sastre. Pero si hubo algo que retuvo mi atención durante largo tiempo, precisamente por el tiempo que hacía que no lo recordaba así, fue la recopilación de papeles diminutos en los que trataba de dar forma con palabras a los sentimientos que me producían los momentos a tu lado. Recuerdo cómo deseaba que el autobús llegara pronto a casa después de una tarde de tu mano, para reflejar en aquellos pequeños recortes de papel usado, todo lo que me habías hecho sentir, todo lo que me habías hecho vivir. Releer mis propios sentimientos me transportó de inmediato al principio de un amor ya casi olvidado, más por salud que por voluntad, y me ilusionó reconstruir tu recuerdo con aquellos sentimientos con los que un día quise desafiar al tiempo y a la vida, jurando que de tu lado, nadie jamás me arrancaría.

Y es que Sucede Que Hoy descubrí la vieja caja al fondo del armario...

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De Nuevo Venecia Y De Nuevo Tú

Fue una noche tranquila y todavía teñida de malva por el horizonte, en la que por fin iba a tener la ocasión de disfrutar de la belleza de Venecia contigo. En mi anterior visita había estado memorizando cada rincón para poder mostrarte todas y cada una de las maravillosas esquinas que conformaban aquel paraíso bañado en aguas saladas. Ahora comprendía que aquel primer viaje no fue más que la ocasión perfecta para aprehender cada detalle que desde hoy te iba a mostrar. Los callejones, la hermosa arquitectura, los canales con más encanto, los restaurantes más románticos, el balcón de la habitación con mejores vistas de toda la isla que, causalmente, sería el nuestro... Esta vez sería completamente distinta. Venecia se mostraba ante nuestros ojos como la ciudad perfecta para pasar aquel fin de semana de ensueño que tanto habíamos deseado. Y llegó la primera de las dos noches que pasaríamos y el primer lugar al que te llevé fue al embarcadero a pies del hotel Cavalletto, para emprender desde allí un romántico viaje a bordo de la góndola más ostentosa y cuidada de todas las que allí esperaban a ser ocupadas. Hablé con el gondolero para pedirle el trayecto más largo posible, y así poder disfrutar de la tranquilidad de la noche y el sosiego de aquella ciudad dormida, mientras el reflejo de la luna en el agua nos esperaba detrás de cada esquina. Poco a poco, calle a calle, puente a puente, ventana tras ventana fui contándote los detalles de cada lugar por el que pasábamos acompañando con besos cada una de las sonrisas de sorpresa que me regalabas cuando alguno de mis comentarios te asombraban. Hubiese inventado las historias más fantásticas con tal de recibir a cambio aquella hermosa sonrisa seguida de un cálido y apasionado beso. Te sentía al lado y feliz, admirando la ciudad y respirando la paz que se desprendía de la suave estela que dejábamos al pasar, dibujando ondas en el agua. Las mejores fotos que nadie hubiese tomado de aquel lugar se guardaban en mi cámara y en todas la protagonista eras tú. A veces desprevenida, otras posando y regalándome tus mejores muecas, lanzando besos, mirando a las ventanas iluminadas, acariciando el agua con tus manos... Me gustaba la manera en la que te aferrabas a mí cuando la góndola se inclinaba para pasar por debajo de los puentes. La tensión de los músculos de tu cara se relajaba cuando encontrabas amarre en mi pecho y mis brazos. Y entretanto yo me sentía la persona más afortunada del mundo. El puente de los suspiros, la casa de Giacomo Casanova, la de Marco Polo, restaurantes a orillas de los canales con velas iluminando las mesas que parecían sostenerse sobre el mismo agua, o el sonido de las ondas al chocar contra la madera de tu merecida embarcación real. No sé si sería el brillo de tus ojos o la sinceridad de tu sonrisa, pero aquella noche el corazón me latía más deprisa. Descorchamos una botella de champán para brindar por nuestro amor forjado en la noche, bajo la luna de Venecia. Y mientras nos fundíamos en uno de los muchos besos a los que nos rendíamos aquella noche, llegamos al lugar donde habíamos iniciado aquel memorable trayecto. Nuestro hotel estaba a escasos veinte metros del embarcadero y hacia él nos dirigimos sin tiempo que perder. La habitación, las vistas, la noche y las ganas de ti no podían esperar. Pronto pasó la noche, como pronto pasó el resto del viaje, dejando asomar el regreso cuando menos lo esperaba. Y fue al llegar de nuevo a casa, cuando sucedió lo inesperado. Incapaz de poder dormir recordando todos los momentos inolvidables que había pasado junto a ti, decidí repasar una a una todas las fotografías en el ordenador cuando, asombrado, descubrí que en todas ellas salía sólo yo abrazando al aire, besando al aire, acompañando de la mano al aire, enseñando la ciudad al aire. Entonces entendí el gesto extraño en la cara del gondolero cuando le preguntaba cuánto nos cobraría a los dos por el trayecto, o aquel niño que me señalaba asustado mientras creía estar hablando contigo, o la cara de compasión de la azafata del vuelo de vuelta cuando pasaba y me veía acariciar la butaca de al lado, como quien acaricia una pierna invisible. El aire de un suspiro me devolvió el aroma de aquellos besos que nunca existieron y una lágrima rodó por mi cara.

Y es que Sucede Que Hoy Venecia se quedó esperándonos...

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Un Viaje Revelador

Desperté sobresaltado de aquella especie de revelación y, sin tiempo para más explicaciones absurdas, me levanté de un salto dispuesto a preparar el poco equipaje que requeriría para aquel viaje rodeado de misterio. Llevaba días en que mis sueños se habían transformado en algo más profundo que un simple juego de mi subconsciente, para pasar a ser momentos repletos de mensajes ocultos y respuestas a las dudas que me atormentaban durante el día. Para cuando quise darme cuenta ya estaba involucrado en aquella expedición que desde mi más tierna juventud había deseado emprender. En ella, atravesé ríos, me introduje en bosques frondosos habitados por árboles milenarios de formas inimaginables, crucé selvas en las que el espesor de la vegetación me impedía ver más allá de lo que tenía a escasos dos metros delante de mí, contemplé enormes cascadas y hasta caminé sobre las ruinas de lo que en otros tiempos había sido el centro espiritual y místico de toda una civilización ahora relegada a las páginas de las novelas de misterio más compradas. Durante la mayor parte del tiempo, el trayecto que debía seguir se dibujaba ante mí sin que yo tuviera que hacer nada más que preocuparme por seguir el estrecho sendero que parecía serpentear bajo mis pies allá donde quería que pisaran. Sin embargo, en otras ocasiones, cuando me sentía perdido, bastaba con detener mis pasos y respirar profundamente tratando de abrirme a la realidad que tenía a mi alrededor, para que el camino me fuera mostrado con claridad y sin lugar para la equivocación. Por momentos llovía, otras veces lucía un sol espléndido que iluminaba con intensidad toda la riqueza que me rodeaba y hasta, en una ocasión, de forma inesperada, sentí caer pequeños copos de nieve sobre mi cabeza y mis brazos que se agitaban con fuerza para impulsar el ritmo de unos pasos acelerados en busca de no sabían qué. Me extrañó en la misma medida que me tranquilizó la idea de que todo cuanto necesitaba lo tenía cuándo y dónde lo necesitaba; si la sed se apoderaba de mí, bastaba girar la cabeza para descubrir un nacimiento de agua en la roca de la montaña a sólo dos pasos de donde estaba y, cuando era el hambre la que más insistía en ser satisfecha, decenas de ramas se interponían en mi paso cargadas de los más exquisitos frutos que jamás hubiese probado. Y ya cuando estaba a punto de anochecer, después de mucha distancia recorrida y con las fuerzas medradas por el impulso agotador que guiaba mis pasos, creí llegar al lugar por el que me había decidido a realizar aquel viaje. Así me lo decía el latido de mi corazón y la extraña sensación de bienestar que me recorrió el cuerpo al tiempo que mis pies se detenían ajenos a la voluntad de mis órdenes que, por inercia, insistían en que continuaran caminando. Caía la luz del crepúsculo tintando de violeta y naranja el cielo raso que se abría sobre mi cabeza y allí, justo delante de mí, apareció majestuosa la gran roca que siempre aparecía en los sueños de mis últimas noches. Me acerqué lentamente para tocarla cuando, al rodearla con mis brazos, sentí que por la cara trasera tenía unas extrañas hendiduras. Le di la vuelta y me alejé dos pasos para contemplarla en su totalidad y entonces descubrí una antigua inscripción tallada en ella. El idioma lo desconocía por completo pero, para mi sorpresa, no me hizo falta conocer más que mirar detenidamente, pues su mensaje se expuso con claridad frente a mis ojos. Sin ningún esfuerzo y como si por momentos fuese un miembro más de aquella civilización extinguida, pude leer el mensaje:
"Todo cuanto desas está al alcance de tu mano; sólo debes confiar en el poder de tu mente y en la sabiduría del Universo"
Después de aquella revelación, todo mi entorno comenzó a desmenuzarse en partículas minúsculas y de pronto me vi tumbado en mi cama, con los ojos clavados en el techo y las manos entrelazadas sobre el pecho. Entonces entendí que mi travesía, aquella gran aventura, no había sido sino el más espectacular e importante de los viajes: aquel que se realiza hacia el interior de uno mismo.

Y es que Sucede Que Hoy traté de escucharme y algo sonó...

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Arena Entre Las Sábanas

Volvía a solas en el coche por la oscura y larga carretera que discurría en paralelo a la costa, a escasos metros de la orilla del mar, después de una tarde más con sabor a nada. Las farolas se sucedían a mi paso alumbrando la calzada por la que viajaba, de la misma manera en que las dudas alumbraban el camino de mi viaje interior lleno de recuerdos y añoranzas. Saber dónde estarías en aquel preciso instante, qué estarías haciendo, averiguar si pensaste en mí por error en los últimos días, tal vez en las últimas horas... Pronto me di cuenta de que tu imagen mental constituía la mejor compañía en mitad de aquel desierto de asfalto gris. Te echaba de menos, imaginaba tus tardes en la playa, tumbada bajo el sol y dejándote acariciar suavemente por las olas tímidas de un mar que te rendía pleitesía. Todavía me quedaba algo más de media hora de camino, cuando pensé en las ganas que tenía de pasar la noche contigo. Dormir a tu lado en silencio y respirarte a cada segundo sabiendo que eras mía. Envolverte con mis brazos, pegarte a mí, acariciar tu espalda desnuda iluminada por la luz de la luna. Entonces el coche parecía circular solo, mientras mi mente volaba hacia terrenos coronados por el deseo y la ternura. Y de pronto se me ocurrió la mejor forma de compartir contigo las horas de cama y oscuridad, sin obligarme a tomar la fastidiosa decisión de recuperar la palabra perdida hacía demasiado tiempo. Tomé la siguiente salida en dirección a la playa más cercana y, cuando llegué, bajé del coche, vacié la mochila en la que llevaba todo lo que había utilizado aquella tarde y decidí llenarla de arena. Cuando creí que ya tenía suficiente, volví hasta el coche y continué el camino de regreso a casa. El viejo disco que había rescatado aquella misma mañana del cajón de antigüedades de mi habitación sonaba acompañándome desinteresadamente, mientras trataba de recordar la letra ya olvidada de aquellas canciones. Al llegar, después de una ducha reconstituyente y sanadora, tiré de las sábanas de golpe y desnudé sin tapujos la figura de mi cama. Abrí la mochila y vacié con esmero la arena que había recogido distribuyéndola bien por todo lo largo y ancho del colchón. Después me tumbé sobre ella y traté de imaginarte a mi lado, apoyada sobre mi pecho, al tiempo que el mismo mar que cada tarde te veía nos regalaba su preciosa melodía de rugido y choque. Tu brazo disfrazado de almohada y las sábanas interpretando el papel de las olas. Y sé que tal vez no fuera la mejor de las ideas, pero al menos pude recrear una escena que llevo añorando todo el verano, mientras tú te alejas cada día más de mí, divagando por un mundo que no entiende que lo nuestro deba ser así.

Y es que Sucede Que Hoy te tuve entre mis sábanas de arena...

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Afortunadamente Desafortunado

El aire extrañamente fresco de la noche de agosto penetra por mi ventana y se acerca hasta rozarme con la suavidad de quien acaricia con sus manos la piel ausente de un amor olvidado. Llega, choca, bordea y se marcha por donde había venido, llevando tras de sí las sobras del último sueño que dejé olvidado justo al despertar. Un sueño en el que irremediablemente volviste a aparecer tú. Insaciable recuerdo doloroso que rehuye a mis intentos de acabar con él, relegándole al rincón más triste y sucio de una memoria que se niega a colaborar. Porque cada día es uno más sin ti y otro menos por vivir. Porque últimamente me ahoga la idea de que con tu ausencia, vivir sólo es estar muy cerca de estar vivo. Es rozar con la punta de los dedos la plenitud, sin lograr saborear la felicidad con mi paladar reseco y falto de tu savia. Es respirar a medias, soñar a medias, latir a medias. Y es que te amo tanto como te odio y te odio casi tanto como te amo. A veces loco, a veces cuerdo; las muchas solo, las justas muerto. Porque se me empiezan a atragantar los funerales a diario y cada vez siento más la desdicha de un alma triste que reclama una soledad virgen en recuerdos. Sin pasado, sin canciones, sin fotografías, sin regalos, sin promesas cumplidas o por cumplir. Pero llevo días en los que respirar se me ha vuelto más prescindible que acordarme de ti. Días en los que sólo miro a través de tus ojos, toco a través de tus manos, beso a través de unos labios que siempre fueron tuyos. Las horas pasan lentas -cuando pasan- porque, en ocasiones, me da la sensación de estar trasteando con los límites del tiempo. La mañana se hace larga, la tarde pesada y la noche eterna. Eterna como la imagen de tu mirada que me acompaña a cada paso por la casa; como el eco de tu último adiós resonando en mi almohada. Y pasará el tiempo y cambiará mi ánimo como de estación. Y volverán las lluvias a la ciudad, volverán los vientos a soplar y hasta de mi corazón se apoderará el invierno muy a mi pesar. Entonces echaré la vista atrás para recordar qué feliz era en los días en los que veía el sol brillar, en los que la luz era clara al despertar y en los que, a pesar de noches grises, disfrutaba como nadie de la soledad.

Y es que Sucede Que Hoy me siento afortunadamente desafortunado...

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Como Sol Entre Cielo Gris

El viento azotaba con fuerza y el mar rugía bravo, mientras el sonido monótono del viejo motor del vaporetto me adormecía por momentos. Con la cabeza apoyada en el frío cristal de la ventana entreabierta, mis ojos se perdían contemplando la belleza a lo lejos del Palacio Ducal y la entrada a la Plaza de San Marco. Era media tarde y, después de soportar un auténtico aguacero pasajero mientras montaba en una bicicleta alquilada por las calles de Lido, ahora me encontraba de vuelta a Venecia a bordo de aquel curioso transporte de línea. Me sorprendía la dependencia obligada de los habitantes de aquel paraíso de cuento, al uso de embarcaciones de todo tipo para desplazarse por su entorno. Era una ciudad distinta, una forma de vida diferente, pero atractiva. Pronto retornó la lluvia y la gente se agolpó a empujones bajo el escueto techo de la vieja máquina, aplastando a los afortunados como yo que, en previsión, habíamos ocupado la parte cubierta de la embarcación. Ahora no cabía un alma, aquello estaba a rebosar y el aguacero golpeaba con fuerza. Y de pronto, entre empujón y empujón, apareciste a mi lado, aprisionada contra mi cuerpo, con un gesto de disculpa e impotencia dibujado en tu bella mirada. El color de tus ojos se asemejaba al del agua salada que se removía por debajo de nosotros con fuerza, y tus labios parecían los hermosos puentes que atravesaban de lado a lado el Canal Grande. Pese a la aglomeración y las continuas embestidas de quienes ajenos a tu presencia se empeñaban en hacerse hueco en aquella minúscula superficie cubierta, a tu alrededor parecía desenvolverse un aura de silencio y tranquilidad que, de alguna manera, me reafirmaba en la creencia de tu procedencia divina. Tu rostro era como un sol radiante que rompía con el gris oscuro del cielo. Entonces me imaginé torciendo la esquina de algún canal para ir a tu encuentro a bordo de mi góndola, mientras la luna tintaba de blanco la estela que dejaba al pasar. Y en un momento dado me sonreíste disimulada y con aquel gesto me rendí ante ti. No eras una más, ni siquiera eras terrenal. Tu mirada, tu sonrisa, tu cabello, el color y el olor de tu piel... Pero de pronto la brisa fría y húmeda se coló en lo más hondo de tus pulmones y tosiste delicadamente. Aquello bastó para ser consciente de que definitivamente eras humana. Tan humana como yo y el resto de personas que, afectadas por la lluvia, se habían perdido la belleza espléndida de la Venecia que se reflejaba en tus pupilas.

Y es que Sucede Que Hoy recordé tu sonrisa entre la gente...

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Que Yo Camino Mientras Llueva

Llueve, diluvia, camino bajo el aguacero y me mojo. El suelo está tan empapado como mi piel, como mi ropa, como mis zapatos y casi tanto como mis lagrimales. A un lado y a otro, enormes palacios de tiempos de riqueza y auge se alzan esplendorosos captando la mirada de los miles de turistas que desvían la dirección de sus ojos hacia sus paredes centenarias. Sigue lloviendo y el sonido de las gotas golpeando en la calle empedrada me produce cierta sensación de bienestar. Los vendedores ambulantes me insisten para que les compre un paraguas que se interponga entre el cielo y mi cabeza, pero disfruto caminando mientras la ropa húmeda se pega a mi piel, mientras la lluvia resbala por mi cara y veo a la gente despavorida a mi alrededor. Agua, sólo es agua. La molécula mayoritaria del organismo de todos los que ahora huyen hasta refugiarse bajo el techo más cercano. Desde arriba continúan llegando avisos intimidatorios anunciando que la tormenta va para largo. Callejeo sin temor, mientras observo complacido la vista de una ciudad que reluce incluso bajo la lluvia. Calles que inspiraron obras maestras y maestros que se dejaron seducir por la belleza de un lugar que enamora en cada esquina. Las campanas repican en lo alto de la torre de alguna iglesia cercana y su sonido se funde con el de la lluvia cayendo intensa. Después de marcar las doce en punto, el eco del sonido metálico disminuye en la distancia, mientras el del aguacero parece convertirse en un aplauso multitudinario y lejano. Entretanto, yo continuo divagando entre plazas y callejuelas, abriendo los brazos en cruz bajo la lluvia cuando nadie me ve. Me gusta sentirme agua, saberme agua, ser agua. De pronto, después de torcer una esquina cualquiera, aparezco en una gran plaza descubierta, con un montón de turistas pegados a las paredes buscando el cobijo de los balcones que frenan el agua por encima de sus cabezas. Yo atravieso por medio y me siento en mitad de la plaza desierta. Soy agua. Llueve, diluvia, camino bajo el aguacero y me mojo; la gente mira y clama al cielo pidiendo tregua, yo prefiero mirar abajo y saber dónde piso.

Y es que Sucede Que Hoy la hermosa Verona me recibió mojada...

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Reencuentro En El Aeropuerto

Después de algo más de dos horas de vuelo, el avión deslizó con extremada suavidad las ruedas de un tren de aterrizaje que me devolvía a casa, tras de una semana de viaje a un ritmo frenético. Llegaba cansado, con ganas de volver a tener mi cama, pero con la mente todavía perdida en algún rincón de Venecia, o tal vez Florencia. Por delante me esperaba todavía una hora, entre la espera para salir del avión, la llegada a la terminal, la recogida del equipaje y al fin la puerta de salida. Los mismos gestos, en las mismas caras, de las mismas personas que me habían acompañado durante las horas previas. Había desde a quien apenas le faltaba un soplo torcido para soltar una lágrima, hasta la pareja de enamorados que continuaba en aquel baile de besos pegados que comenzara poco tiempo después de iniciar la marcha. Y entre aquel pesar general que invade a quien se siente próximo a su hogar, pero todavía le separa un trámite tedioso e indeseado, llegué hasta la cinta por la que debía circular mi vieja maleta repleta de historias y recuerdos todavía por asimilar. El muestrario de equipajes era tan diverso como los ansiosos dueños que esperaban ver asomar una esquina cualquiera de su preciado tesoro. Y allí, mientras esperaba para recoger mi equipaje, ocurrió algo con lo que jamás hubiese contado. Ni siquiera en los días en los que mi mente volaba imaginando reencuentros imposibles para recuperar tu amor. Aburrido en la espera, levanté la vista para echar una ojeada general al aeropuerto, cuando te descubrí a escasos metros de mí, esperando tú maleta en la cinta de al lado. Allí estabas, sola como yo, con el mismo gesto que recordaba de tus esperas cuando te hacía rabiar llegando tarde, sin que jamás llegaras a saber que me gustaba espiarte desde la distancia para ver tu reacción al verme, cansada de esperar, de ser siempre la primera. Te reconocí por tus piernas, tan bonitas como siempre, tan eternas como nunca. De pronto, tu equipaje apareció entre el montón de maletas ajenas y diste media vuelta dispuesta a salir. Suponía que alguien te esperaba al otro lado de la puerta corredera que te separaba de la sala de llegadas. Impaciente por la tardanza de mi equipaje y nervioso por el miedo a perder tus huellas, intuí lo que debía ser mi maleta y tiré con fuerza de ella hasta dejarla en el suelo. Corrí detrás de ti tratando de no llamar demasiado la atención del resto de personas que abarrotaban el aeropuerto a aquella hora, por temor a que te giraras ante las miradas atónitas de los demás. Respirar tus aires al andar me devolvió miles de recuerdos de los paseos a tu lado. Y una vez fuera, después de comprobar que definitivamente nadie había ido a buscarte, me armé de valor y decidí saludarte. Un "perdona" en tono de excusa bastó para hacerte mirar y, después, el impulsó me venció y me abalancé en busca de tu abrazo. Mi maleta cayó y resonó en toda la ciudad. Pero había logrado robarte otro abrazo, como tantos me regalaste un día que perdí en la memoria, como tantos te regalé una noche que aún guardo en el recuerdo. Sentí tus brazos envolviéndome fuerte por la espalda, mientras apoyabas tu cara contra la mía agachada. No quisimos ni mirarnos, ni siquiera hizo falta. Luego te propuse venir hasta mi casa y allí coger mi coche para acercarte hasta la tuya. Pero mi coche ya nunca volvió a pisar tu calle y tú nunca volviste a pisar la que fuera tu casa.

Y como con una voz celestial, ronca, grave y firmé, el piloto anunció el aterrizaje inminente del avión en el que viajaba, interrumpiendo el sueño en el que había logrado caer nada más despegar. Una vez más, debía volver a los reencuentros imposibles fabricados por mi mente y, una vez más, habías venido a visitarme mientras la inconsciencia dejaba la puerta entreabierta para la sinrazón de tu anhelo.

Y es que Sucede Que Hoy volví de mis re-vacaciones...

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Cerrado por Re-Vacaciones

Primero fue la ciudad eterna, allá por el mes de abril. Cuatro amigos, cuatro días y todo el esplendor de Roma por conocer. Apenas tres meses después vino la gran expedición. Esta vez seis amigos, catorce días y cinco hermosas ciudades que descubrir: París, Amsterdam, Berlín, Praga y Viena, con visita puntual e inesperada a Colonia o, al menos, a su monumental catedral. Y es ahora, sólo un mes después de aquello, cuando de nuevo hago las maletas y me dispongo a emprender un nuevo viaje. Esta vez los amigos se quedan en casa y es la familia la que me acompañará durante los siguientes ocho días por tierras italianas. Milán, Pisa, Lucca, Verona, Padua, Florencia y Venecia. Un año increíble en cuanto a viajes y mundo conocido. Así que durante una semana no podré publicar nada pero, como siempre digo, volveré recargado de energía e ilusión y con muchas historias que contar, para que todos los que tienen la sana costumbre de dejarse caer por este rincón de vez en cuando, puedan seguir haciéndolo y disfrutando, en la medida de lo posible. Aprovecho para agradecer todas esas visitas y comentarios.

Un saludo a todos. Hasta pronto.

Y es que Sucede Que Hoy me tomo unas re-vacaciones...

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La Belleza De Tu Cuerpo En Bicicleta

Te vi de lejos mientras pedaleabas con garbo y alegría montada en tu bicicleta de color rosa. El sol irradiaba con descaro en aquella hora improcedente y sus rayos reflejaban en el cristal oscuro de tus gafas de sol. Poco a poco te acercabas hasta donde me encontraba yo, evadido del calor asfixiante de afuera, esperando a que el semáforo me permitiera continuar la marcha. El semáforo, y desde entonces tu imagen, pues al verte sentí un extraño acelerón en mi pecho que, en contra de avivar mi ritmo y apresurar mi actividad, me sumergió en un estado de parálisis momentánea, como jamás había sufrido. Por momentos tuviste el don de detener el tiempo y todo cuanto ocurría a nuestro alrededor. Nada existía, solos tú y yo entre el bullicio de la gente, en aquella céntrica calle de la ciudad. Ni siquiera nos miramos, cautelosos, precavidos, sutiles, como tratando de esquivar un cruce cuyas consecuencias nos atormentaban a la vez que intrigaban. Ahora descansabas el peso de tu cuerpo sobre la pierna que descendía eterna hasta el suelo, mientras tus brazos sostenían con maña la bicicleta con la que te desplazabas y lucías figura y formas al pedalear. Tu estilo desenfadado y ausente de artificios, destacaba natural y rotundo, mostrando tu belleza salvaje y espontánea de diosa inca. Y con aquella estampa infinita de ti, mi mente echó a volar y te imaginó en otra época, entre las calles de una ciudad incipiente, portando el pan recién horneado en la cesta delantera de aquella misma bicicleta, y en la boca las cartas que tu querido te enviaba desde su residencia accidental en algún país del norte de Europa. Pero el cambio del semáforo me devolvió a la realidad y tuve que reanudar la marcha, mientras te observaba alejándote por la acera sin girarte. Cambié mi rumbo y traté de dar la vuelta a la manzana para encontrarme de nuevo de frente contigo, pero justo cuando estaba a punto de torcer la última esquina que debía presentarme por sorpresa ante la rueda de tu bicicleta, la pelota de un niño seguida de su dueño atravesó de parte a parte la calzada y me obligó a frenar bruscamente para evitar una desgracia. Para cuando me repuse del susto y pude continuar, tú te habías perdido callejeando sin dejar rastro, ajena a la primavera retrasada que habías despertado en mi pecho.

Y es que Sucede Que Hoy admiré la belleza de tu cuerpo en bicicleta...

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Abrazos Robados

Con el crepúsculo de la tarde iluminando con timidez el verde del jardín, el viento revuelto y ajetreado anunciando peligro, y la lluvia golpeando con fuerza en lo que se levantaba como otra de esas tormentas de verano que arrasan en minutos todo lo que encuentran a su paso, pude ver cómo el torrente de agua que caía furioso del cielo empapaba una toalla en la hamaca en la que un día posaste tu cuerpo al sol. Por entonces éramos otros y el cielo que se abría sobre nosotros también lucía diferente, como más vivo, más intenso, más nuestro al fin y al cabo. Y con el recuerdo de tu cuerpo sobre la toalla extendida, sentí celos de aquel trapo por haberte robado abrazos que quedarían impresos para siempre en él. Silenciosamente envolvía tu cuerpo y se impregnaba de la esencia de tu piel, de tus manos rodeando con fuerza aquella toalla, mientras las gotas de agua que resbalaban por ti después del baño, iban a morir al contacto con la tela. La suavidad de tu vello, el aroma de tu piel, el cariño de tu tacto, el roce de tu cuerpo estremeciendo al estrechar tus brazos con fuerza y el suave posado de tus labios regalando besos inconscientes al dejarlos apoyar. Abrazos robados con sigilo y pericia; siluetas impresas sobre una tela sin vida. Y puede que después de ti otros cubrieran su cuerpo con la misma toalla, o puede incluso que el mismo tiempo se encargara de borrar de ella tu estampa, pero hoy al verla, triste y solitaria bajo la incesante lluvia, creí intuir en ella de nuevo el filo de tu cuerpo dibujado, o tal vez desdibujado, y tu recuerdo vino a mi mente al instante. Quizás por eso la lluvia cayó entonces con más ímpetu; no tanto como muestra de pesar y llanto por tu ausencia, sino como fuente regeneradora que venía a limpiar de mí los restos sucios y afilados de ti, que en ocasiones todavía acechan penetrantes.

Y es que Sucede Que Hoy sentí celos de tu toalla...

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Es Sólo Un Día Más Con Menos

Siento por momentos cómo el fuego asciende, quema y arrasa con voracidad los minutos que hace que no me llamas. Descubro que las decisiones pesan, el alma pesa, la vida pasa y pesa. Trato de ser fuerte y me convenzo de la fugacidad de las horas muertas, de los días grises, de las hojas secas. Disfrazo los instantes con aromas negros, con silencios toscos, con chillidos sordos, mientras veo pasar el tren que no para y quedo solo en el andén de la eterna duda. Escucho voces que no hacen más que aturdir mi aparente sosiego con preguntas cegadoras y respuestas vaporosas. Presiento que el mundo se desmonta, que la luna me da la espalda, que el reloj juega conmigo y se regocija en la mofa. Araño pensamientos que aparecen y se esfuman con vertiginosa velocidad y odiosa facilidad. Es como nadar a contracorriente en el mar etéreo de la indecisión, naufragando cada instante que logro avanzar un metro y retrocedo varios cientos. Respiro el humo que desprenden las cenizas que hace poco abrevaban con licores prohibidos la llama alegre y viva que ardía en mi interior. Exhalo emociones flacas, secas, desaboridas e impregnadas del olor de la incertidumbre. Asisto perplejo al desarme del andamiaje que rodeaba mi corazón y descubro espantado la impenetrable tapia que durante meses se ha construido sin mi permiso. Sollozo sin llanto ni lágrima mientras escucho sonrisas de fondo, que alegres ríen lo que saben perfectamente podrían llorar. Y giro la vista y cambio de mirada como de corbata, por no hurgar en la llaga de quienes olfatean la victoria en la batalla en la que jamás quise participar. Busco entre lamentos las razones de mi inquietud y no hallo sino un agujero negro donde ni espacio ni tiempo tienen lugar; donde ni sentencias ni recuerdos pueden resonar. Y vago a la deriva sin pasaporte ni billete de vuelta, con lo puesto y sin dinero, como viajan los que huyen de una vida que no les pertenece. Y rebaño con avaricia las migajas que yo mismo desperdicio, entre la desidia y la indolencia que me produce saber que fui mezquino en entrega y miserable en libertad, cuando al fin descubro que no era mío el turno, ni las ganas de jugar.

Y es que Sucede Que Hoy fue un día más pero con menos...

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El Hombre Del Bosque

Cuenta la leyenda, que en un lugar apartado del mundo y oculto incluso a los ojos de los más dados al arte de descubrir rincones en busca del paraíso en la tierra, un hombre habitaba en completa armonía con la naturaleza, los animales y el entorno del lugar que ocupaba y abarcaba su vista. Al parecer llegó allí muy de niño cuando, en un intento de huir de los horrores de la guerra, con apenas cinco años, una cálida mañana de verano se vio obligado a salir de casa y adentrarse en el bosque, mientras la aviación bombardeaba sin piedad calles y casas de gente inocente como él. Jamás supo volver y, pese que al principio le resultó duro sobrevivir en aquel medio tan hostil y desconocido -todo lo que sabía de aquellas montañas lo había escuchado en las historias de caza que siempre le contaba su abuelo-, no tardó demasiado en adaptarse y pronto se dio cuenta de que su felicidad se encontraba lejos de la civilización, entre juncos y cantos rodados, entre estrellas y frutos que la tierra le regalaba cada día sin pedir nada a cambio. Y se dice que fueron pasando los años y el habitante del bosque, llegó a comprender tanto a la naturaleza, que incluso era capaz de comunicarse con los animales y las plantas. Nunca se sentía sólo. Su casa era tan amplia como todo el territorio del vasto bosque, sin puertas, sin ventanas, sin techo. En lugar de grifos tenía ríos, como paredes los troncos de los árboles milenarios que le aportaban frescor y cobijo, y como despensa la más amplia variedad de frutas, verduras y simientes que se le podían antojar. Cada mañana, justo cuando la caricia suave de la brisa matutina acariciaba su piel, el ermitaño se ponía en pie y avanzaba lentamente hasta la poza en la que se aseaba después de un gélido y reconfortante baño. Las aguas transparentes renovaban su espíritu a diario y le recargaban de la energía necesaria para afrontar un nuevo día. Con eso era suficiente, era rico en felicidad y nunca le faltó de nada, pese a no ser dueño de ningún bien más que la entera naturaleza. Después paseaba durante horas y recolectaba lo suficiente para calmar su apetito durante las siguientes veinticuatro horas, sabiendo que no debía preocuparse por más, pues no es más rico ni feliz quien más tiene, sino quien menos necesita. Cuando el hambre le acechaba, se sentaba en cualquier piedra cercana al río -dicen que disfrutaba de la compañía de los peces que acudían puntuales a su cita, en busca de la comida que les lanzaba- y preparaba su manjar. Entretanto conversaba con los árboles, con las piedras, con los animales que se le acercaban para darle cariño y calor, mientras sonreía y daba gracias por todo lo que la madre tierra le ofrecía. Y de noche, según cuentan, pasaba horas y horas tumbado en el claro del bosque, observando las estrellas y enamorando a la luna con su mirada sabia y apacible. En momentos como aquel se sentía dueño de todo cuanto le rodeaba, sin que sus ojos se cegaran con la avaricia del poder y la codicia, pues si algo entendió desde recién llegado al bosque, fue que el paso por este planeta era un regalo y su disfrute estaba directamente relacionado con el respeto, el cariño y el cuidado que se le devolviese. Y aunque allí fue verdaderamente feliz, en su corazón siempre le quedó la espina de la guerra, como la barbarie de quienes un día, movidos por delirios de grandeza, arrasaron con la vida y las ilusiones de generaciones enteras de personas inocentes, cuyo único delito era el haber nacido en una tierra donde el amor se encontraba en peligro de extinción.

Y es que Sucede Que Hoy reconecté con la naturaleza...

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Recuerdo De Un Recuerdo Inexistente

Que la vida se teje a base de instantes inolvidables es una realidad a la que accedes cuando tus días adquieren la intensidad de una explosión atómica concentrada en el contacto de dos cuerpos ardientes. Vivir consiste en experimentar y derribar las barreras que incluso a veces nos imponemos nosotros mismos, sin darnos cuenta de que lo que realmente estamos haciendo es limitarnos. Desde hoy podré vivir sabiendo que durante unos días probé el sabor de la locura y el desenfreno, sin más tapujo que el hecho de haber involucrado a la inocente luna en todo esto. Creo que llegamos a sonrojarla por momentos. Y es el latido de mi corazón el que me da las gracias por haberle hecho conocer la velocidad, pero es también el que ahora me llorará por rebajar la intensidad de los latidos. Sin embargo no logro borrar de mi cara la sonrisa que llevo días dibujada, ni consigo esquivar el cosquilleo interno que siento cada vez que me viene el recuerdo de las noches a tu lado. Tantos momentos y tan mágicos todos ellos que armonizan mis sentidos y me demuestran que para encontrar la felicidad, no se necesita ir demasiado lejos. Existen personas que saben entregar amor sin pedir nada más a cambio que el susurro silencioso de un me encantas, aunque después el alba se encargue de deshacer lo que las estrellas tejieron en las horas previas. Pero en mi pecho llevaré el recuerdo de los minutos frente a frente, callados, dejando hablar a nuestros ojos, el calor de tus abrazos, el sabor de tus besos, la pasión de tu mirada y la suavidad del tacto de tus manos acariciando mi espalda. Menos el de la muerte, el resto de finales los escribe uno mismo y siento que a esta escueta pero vehemente historia todavía le quedan muchas páginas por escribir. Y estoy seguro que serán páginas tan puras que el resto envidiará, tan mágicas que la tierra vibrará y tan vivas que la propia muerte sucumbirá. Pero para todo eso hay que esperar. Esperar a que el viento devuelva en ti la soledad, para que en ese momento llegue yo y te pueda rescatar. Pasarán días, meses o incluso años, pero nada será suficiente para apagar la llama que en apenas días lograste encender en mí. Y entonces seremos libres como el mar que acompañó con su sonido aquella noche que ya nadie nos podrá arrebatar. Y seguiremos viviendo de instantes poderosamente eternos que nos llevarán a rincones que jamás imaginaste y latirán con fuerza nuestros corazones, como ya hicieran durante todo el tiempo en el que duró esta historia, incapaz de soportar el peso de ningún otro adjetivo más que intensa.

Y es que Sucede Que Hoy recordé que no recordaba sentirme así...

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