Naufragio En Tu Figura
Y es que Sucede Que Hoy naufragué en el recuerdo de tu cuerpo...
Y ES QUE CADA DÍA SUCEDE ALGO EN NUESTRAS VIDAS DIGNO DE SER OBJETO DE REFLEXIÓN
Todavía, por momentos, me vienen flashes a la cabeza que me transportan en el tiempo hasta los días en que lo único que importaba era disfrutar al máximo de la ciudad que se abriría ante mí durante apenas cuarenta y ocho o setenta y dos horas. No había más tiempo que ese para adentrarte, preguntar, conocer, descubrir, admirar, aprender, observar, caminar, crecer... Y sin embargo era suficiente para que el amor se colara por algún rincón desprevenido de mi cuerpo. Fue así como tú te introdujiste sin permiso en mi pensamiento y ahora tu recuerdo invade mi mente. Pocos minutos pasarían de las ocho de la mañana cuando, ya en el hall del hotel, apareciste de la nada y pasaste junto a mí, aguantando la mirada cristalina de ojos color añil. De no ser porque acababa de salir del baño y por mi cara todavía resbalaban gotas de agua, hubiese jurado que tu imagen era fruto de algún sueño tardío que se negaba a despegarse de mí. Poco después, en el desayuno, pude reconocerte a lo lejos, apartada, sola con tu café en la mano, en una mesa que sólo ocupabas tú. Esta vez no hubo cruce de miradas y me sentía como el espía que vigila cada movimiento de la víctima, o como el estudioso que, frente a una escultura, trata de sacar todo el jugo a la belleza representada mediante la caricia suave del mejor cincel de la época. Por desgracia, tú te quedaste con la etiqueta de escultura y no de víctima. Pero si hay una imagen de aquel día que invade mi pensamiento a menudo y me hace recordarte e incluso traerte junto a mí, es la que ocurrió poco después de aquello, en el penúltimo vagón del metro en dirección al centro de Viena. Ya sonaba el aviso que alertaba del cierre de las puertas cuando apareciste de nuevo, esta vez corriendo para no perder el tren. En tu cara se reflejaba todavía la huella de la noche y en tus ojos se antojaba cierta pesadez de párpados, que sin embargo no enturbiaban ni la luz ni la belleza de aquel par de espejos que parecían tener la esencia del mar en calma en su interior. Mientras escribo estas líneas, siento que te tengo aquí, frente a mí, transportados los dos de nuevo a aquel vagón. Y es cuando me viene la imagen de tus manos jugando con tu larga melena rubia, de tu cara reflejada en el cristal aún bañado en rocío y, sobre todo, del juego sensual al que me sometiste mientras deslizabas con suavidad tu barra de labios por aquella boca disfrazada de pecado. Para cuando me di cuenta y salí de la parálisis momentánea que me producían tus movimientos, ya llevábamos un rato con los ojos clavados el uno en el otro. Apenas cuatro filas de asientos nos separaban y yo creí observar un gran abismo desde el lugar que ocupabas hasta el mío. Seguramente, justo en aquel instante, sobraba el resto de pasajeros que llenaban aquel vagón. Y entre mirada y mirada, o mirada y disimulo, mi parada no quiso esperar y se presentó de golpe. Desde el momento de su anuncio tuve la esperanza de que te levantaras al mismo tiempo que yo, y así compartir unos segundos más contigo, pero tu destino no estaba escrito junto al mío y, sin remedio, continuaste tu camino en dirección quién sabe dónde. Ahora, dos semanas después, me valgo del recuerdo de tu rostro y, cuando tengo ganas de ti, fabrico un sueño en el que el vagón es el lugar deshabitado y perfecto al que, apresurada, subes en la misma estación de Viena y me descubres solo esperando tu llegada.
Después de tomar el café de la tarde en una terraza al sol de Montmartre, me llevé la guitarra enfundada al hombro y comencé a caminar en dirección a la parada de metro de Lamarck Coulaincourt. Durante aproximadamente hora y media había disfrutado de mi expresso, mientras doraba mi piel, recargaba energías y me ponía al día de las noticias más importantes que no me había dado tiempo a leer aquella misma mañana.
Por esta noche rescataré mi estilográfica del último cajón de la mesita de noche, para escribir con tinta lo que bien podría escribir con la sangre que mana hoy por mis lagrimales. Mis ojos lloran en rojo la pena que les produce saber que donde hubo ya no queda y donde estaban ya no esperan. Y rellenaré páginas y páginas con palabras que resuenan en mi interior, ahora que ya he aprendido a escuchar los alaridos provocados por el juego triste y sucio al que te sometes día tras día. Y puede que sean estas las últimas palabras que lleven tu eco, o puede que no -si algo he aprendido contigo, que no de ti, es a no creer ciegamente en nada-, pero al menos te aseguro que en ellas va la alegría manchada de desilusión, al ver cómo destrozas tu vida por el miedo a la verdad. Y llora ahora todo lo que yo ya hice mientras tú te divertías barajando las cartas del destino de la gente, como quien manipula sus muñecos de trapo y decide cómo usarlos y aprovecharse de ellos. Qué enfermizo es el amor y qué previsible tu desdicha. Coger de aquí y de allá sin permiso, reír hoy para llorar mañana, disfrazar la verdad en tu mundo de apariencias. Hoy he sentido pena hacia ti y no por ti. Hoy mis ojos se desprendieron de la fina gasa que tu palabrería y melodrama habían logrado fabricar, y al fin descubrieron la realidad sin la mediación de un sentimiento enfermo. Un día quisiera ir con un alfiler a escondidas tras de ti, para pinchar con su afilada punta la burbuja de jabón dulce con la que te envuelves cada mañana para no probar la amargura de la realidad. Porque la amargura existe, pese a tu desconocimiento, e incluso gente como tú es la que tinta de amarillo bilis lo que otros veían blanco y puro. Puede que esta sea la primera noche en que no estoy triste por mí y paradójicamente lo estoy por quien provocaba esa misma tristeza. Y me paro a pensar en los días junto a ti y en cuánto de verdad y cuánto de mentira había en tus palabras, en tus caricias, en tus besos de labios manchados. Y grito y callo y río y tiemblo y respiro y siento. Siento que tu mundo de apariencia y falsedad se destruya por momentos, pero más siento todavía que por ese mismo mundo de apariencia y falsedad, nunca logres saborear los placeres absolutos de la vida y la amistad. Sólo el día en que reviente tu burbuja y te quites la máscara sonriente que acostumbras a llevar, sólo entonces, estarás en disposición de conocer la felicidad. Pero para que ese día llegue, empieza por detener tu vida un solo instante, trata de escuchar a tu propio interior y haz hueco para un poco de madurez y realidad, que no te harán ningún mal. Y recuerda, que para recoger primero hay que sembrar y que la vida y el tiempo, colocan a cada cual en su lugar."Verás, siento haberte forzado a sentarte en mí de esta manera, pero durante todo el día de hoy ha llovido y nadie me ha utilizado. A estas horas y estando como estoy acostumbrado a estar siempre ocupado, la soledad se ha apoderado de mí en este día gris. Si tienes mucha prisa, entenderé tu marcha, pero sólo quería compartir unos minutos con alguien, para contarle mi vida y estar acompañado por poco rato que sea." -Yo creía estar alucinando pero, a decir verdad, inexplicablemente, tampoco me resultaba del todo extraño estar hablando con un banco. Siguió.De pronto, sentí que me mojaba los zapatos y desperté asustado. Entonces comprendí que todo había sido un sueño. Que mientras había estado descansando en aquel banco, el cansancio me había vencido definitivamente y la fantasía se había apoderado de mi mente. En cuanto a mis zapatos...nada, un buen hombre a bordo de su coche, seguramente con prisa, que había pasado junto a mí a toda velocidad, levantando el agua de un charco próximo que vino a parar directa al bajo de mis pantalones. Me puse en pie, dispuesto a continuar mi camino y, antes de marcharme, me despedí de mi compañero de sueño con un par de palmaditas sobre el respaldo.
"Por la madera de mi cuerpo ha pasado todo tipo de gente: solteros, casados, divorciados, altos, bajos, gordos, flacos, gente de aquí, de allá, jóvenes, ancianos...Pero sin duda los que más me gustan son las parejas de enamorados. En ocasiones me siento privilegiado de servirle a dos jóvenes apasionados de lugar de unión, de escenario para el beso, para la caricia, para el abrazo. Incluso me apasiono cuando siento el tacto de un rotulador o una pequeña navaja desquebrajando mi piel, mientras dibuja el trazo de un corazón con dos iniciales dentro. Desde ese momento paso a formar parte del recuerdo de los dos dueños de esas letras enmarcadas. Escucho melodiosas palabras en forma de piropos, halagos, promesas. Se enciende mi piel cuando pasan horas y horas y los cuerpos encendidos de los enamorados permanecen fundidos. Me sonrojo cuando se crean silencios inoportunos por la falta de tacto de uno de ellos, e incluso lloro desconsolado cuando sólo sirvo de platea para poner el punto y final a una relación. Son momentos tristes, en los que quisiera ser otra cosa. Tal vez una flor, sí una flor, una rosa, por ejemplo, para ser regalada en esos momentos y provocar la reconciliación. Pero no puedo transformarme en rosa y me toca escuchar palabras dolorosas y soportar el goteo incesante de lágrimas cayendo de unos ojos que pierden brillo a cada instante. Es duro y traumático, pero esa tristeza desaparece al momento cuando, sólo minutos después, de nuevo el amor inunda mi cuerpo bajo la forma de otra pareja que viene a mí para regalarse besos apasionados. Ellos nunca se dan cuenta, pero en este tipo de ocasiones, hago lo posible por acomodar a las personas que me emplean, acolchando mi piel y calentando con suavidad la parte que ocupa cada uno. Es la mejor manera de hacer que permanezcan por más tiempo. Pero si me dejas, ahora te voy a contar lo que me sucedió ayer..."
Evadido del mundo, encerrado en un amasijo de hierro y cristal, absorto, ajeno a la realidad de afuera, perdido, medio adormecido con las manos en el volante y el sol cansado de la tarde agonizando en el horizonte. La música me ayudaba en mi intento de fuga de lo que acontecía al otro lado del cristal y el aire acondicionado hacía lo propio respecto a los más de treinta grados que arrasaban con su aplomado caminar, calles, parques y casas. Entretanto, la ciudad parece dormida o devastada por un mutismo generalizado del que no he sido consciente -tal vez sí afectado- y son pocas las almas que deambulan por las aceras y calzadas. Son los efectos de la ola de calor, del verano, de las vacaciones y las ausencias prolongadas, e incluso del pavor usual a los vientos áridos procedentes del mismísimo Sáhara. Frente a mí comienza una de las secuencias cromáticas más comunes y repetidas de cualquier ciudad. Primero verde, luego ámbar y seguidamente rojo. El semáforo hace que me detenga detrás del único coche que he visto circulando en los últimos minutos. Mientras la música y el aire frío que golpea mi cara en el interior del habitáculo continúan a la suya, mis ojos se dispersan contemplando los alrededores sin prestar demasiada atención, hasta que, sin ni siquiera andar buscándolo, se fijan en el espejo retrovisor izquierdo del coche que me precede en la espera del semáforo. En él, el reflejo de una bella mujer ocupa la totalidad de su forma. Gafas de sol grandes, apoyadas sobre una nariz de escultura helenística y unos labios tiernos y húmedos, que por momentos intuyo de un sabor dulce y fresco. Juraría que ella también mira, pero sus gafas me impiden acertar en la dirección que sigue su mirada. Su brazo derecho, apoyado por el codo en el asiento de al lado, le vale a su vez de sujección para su cabeza, que descansa ligeramente inclinada sobre el puño cerrado. Con la mano izquierda, juega y modela su larga melena ondulada incitando al pecado al improvisado voyeur que le observa atento y disimulado desde su coche justo atrás. El semáforo sigue en rojo y, pese a la prisa, pagaría millones porque un fallo eléctrico bloqueara la secuencia de aquel regulador y el verde nunca llegara a aparecer. No es que durante rato había sido mi único contacto con la humanidad, es que a decir verdad, había sido mi único contacto con lo celestial en todo lo que llevo de vida. Aquella manzana en forma de mujer tenía el don de atraer miradas y pensamientos. Mi mente echaba a volar imaginando que ella era consciente de mi atención y seguimiento y, tal vez por ello, lucía así de bien. Pero pronto caí en que lo suyo era talento y belleza natural, involuntaria, desprevenida. Y como dicen que los verdaderos placeres son aquellos que tal como se producen se esfuman al instante -por aquello de disfrutar al máximo el momento a sabiendas de su volatilidad-, el semáforo no quiso esperar más y cambio a verde. La mujer del espejo volvió a poner su cuello recto, bajó el brazo que tenía apoyado, introdujo la primera marcha y justo antes de salir, se quitó las gafas de sol, miró directamente por el espejo interior a mis ojos y me lanzó un beso con la mano. Después, simplemente marchó.
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