Al otro lado de aquellos grandes ventanales, el día transcurría como cualquier otro. La partitura monótona de despegues y aterrizajes con intervalos precisos hacía las veces de pantalla de cine para los pasajeros que, ansiosos por emprender su viaje, esperaban impacientes la llamada para embarcar.
Justo al lado de uno de esos comercios absurdos que pueblan los aeropuertos y en los que puedes encontrar desde un perfume para agradar a tu compañero improvisado de vuelo, como una botella de vodka por si tienes pánico a las alturas, Claudia -como supe que se llamaba tras leer el nombre en el vaso de cartón humeante que desprendía olor a café recién hecho- reflejaba de todo menos esa mezcla de alegría y nerviosismo que se dibuja en el rostro de todo aquel que deambula por una sala de espera de un aeropuerto, consciente de que está a punto de emprender una aventura hacia lo desconocido. Pero no, su gesto no era de esos. Su mirada, apagada, presagiaba más bien la melancolía de una despedida repentina, una bienvenida interrumpida, o la victoria de un destino del que siempre pensó que podría escapar y finalmente había terminado por comprender que no sería así por esta vez.
No tendría más de veintisiete o veintiocho años, pelo largo y oscuro, cuidado y suelto, cayendo libre por hombros y espalda. Por su aspecto, habría dicho que era abogada, o que se dedicaba al mundo de las finanzas en alguna gran empresa, tal vez asesorando sobre dónde invertir mejor el dinero a otros para lograr un futuro próspero y repleto de dicha, aún a sabiendas de que el suyo cada vez más parecía alejarse de algo siquiera similar a ello. A su lado, un bolso de piel de color negro descansaba sobre un abrigo beige y se tambaleaba cada vez que alguien pasaba por su lado y lo rozaba, como si el interior estuviese tan inestable como la mente de su dueña, que por momentos parecía hundirse más y más en un estado de profunda desazón mientras atisbaba de lejos el cartel de "suspendido" en la pantalla que anunciaba el estado de los vuelos que aquella mañana habrían de llegar a la terminal.
A un lado de la mesa, el café, olvidado, se enfriaba a toda velocidad a juzgar por el fino hilo de humo, apenas perceptible ahora, que dejaba escapar. Y por más que Claudia mirara una y otra vez la pantalla de su teléfono móvil, parecía que los peores presagios empezaban a cumplirse, como una profecía maléfica que se cebaba con ella. No pasaban más de veinte o treinta segundos entre un intento de llamada y otro, pero del otro lado no debía sonar nada más que esa voz automática y fingida que inmediatamente produce que nuestros cuerpos se pongan en estado de alerta, ante lo extraño que se ha vuelto que del otro lado de la línea nadie responda cuando hacemos una llamada. Como si uno empezara a estar en problemas cuando su teléfono móvil devuelve un "apagado o fuera de cobertura", por más que tal vez, el propietario, simplemente se encuentre disfrutando de una relajada y placentera jornada de relax en un spa subterráneo, o dejándose seducir por el paisaje de cuento que se muestra ante sí, en una cabaña en lo alto de la montaña. Sin embargo, el ser humano ha terminado por convertirse más bien en un fabuloso creador de finales agónicos y espeluznantes, cuando esa persona a la que llamas no contesta. Y en uno de esos finales trágicos debía estar pensando la mente de Claudia, a juzgar por la profunda preocupación que irradiaban sus ojos. Tal vez llevaba esperando mucho tiempo a que llegara esa mañana para empezar una nueva vida, o quién sabe si el supuesto pasajero o pasajera de aquel vuelo, ahora suspendido, sería la pieza clave para retomar un camino abandonado tiempo atrás por algún capricho del destino. Aunque lo único cierto ahora, parecía ser que ni el inicio de algo nuevo, ni el reinicio de algo pasado, podrían suceder mientras ese "suspendido" continuase parpadeando en rojo en la pantalla.
Llena de esa mezcla de rabia y pena que se siente cuando los planes terminan por no ser los que uno llevaba tanto tiempo anticipando, Claudia dio un último sorbo al café ya frío, y cogió de un tirón el bolso y el abrigo, mientras se alejaba de la mesa sobre la que descansaba, recién olvidado, el teléfono móvil al lado del vaso de cartón y la servilleta llena del carmín rojo que debía haber marcado unos labios ausentes. En ese momento, y mientras cruzaba la puerta automática de cristal de aquella cafetería, una joven de aspecto nórdico que había estado pendiente de todo cuánto acontecía en aquella mesa -incluido el olvido final- corrió hacia Claudia para advertirle de su despiste y hacerle entrega del teléfono. Agradecida -aunque incapaz de hacerlo reflejar en su rostro hundido en la tristeza-, Claudia volvió sobre sus pasos y agarró con una mezcla de alivio y rabia el teléfono cuando, de pronto, y tratando de darse la vuelta para volver a salir del local, chocó de frente con un joven alto y sonriente que acaba de entrar por la puerta como quien sabe que acaba de encontrar lo que tanto tiempo llevaba buscando. Sin ganas de levantar la vista del suelo y volver a tener que fingir una sonrisa de disculpa, Claudia trató de susurrar un "lo siento", cuando el joven recién llegado llevó a toda velocidad su mano hasta la barbilla de Claudia y la levantó lleno de pasión, haciendo que sus miradas se cruzaran en un segundo eterno que devolvió la vida a los ojos de aquella joven abogada o asesora de finanzas, de pelo largo y cuidado, que llevaba un bolso de piel y un abrigo beige que ahora descansaba en el suelo, ante el arrebato de alegría que acababa de sentir, al escuchar que el causante de su pena, había decidido cambiar su vuelo por uno anterior, fruto de un presagio durante la noche anterior, mientras trataba de conciliar el sueño, desvelado ante la proximidad de un encuentro que llevaba años esperando.
Y es que Sucede Que Hoy imaginé historias de aeropuerto...