
Mantengo los ojos cerrados esperando a sentir el cosquilleo en el estómago de saber que dentro de unos instantes estaré surcando el cielo a más metros de altitud de los que a mi delicado sentido del vértigo le gusta experimentar. Aprieto los párpados con fuerza, aferrado con furia al reposabrazos y con el cuello totalmente apoyado en paralelo al asiento.
Vamos, vamos, vamos -pienso. Los motores rugen afuera, del otro lado del cristal que me muestra las rayas de la pista pasando a gran velocidad. La tensión alcanza el punto máximo en el momento justo en que, sin poder evitarlo, se me abre un ojo y veo que la zona de cabina ya está apuntando al cielo.
Allá vamos;
espérame, enseguida llego. Y como si de pronto mi mente prefiriese desconectar y perder el conocimiento para permanecer ajena al mal trago del vuelo, entro en una ensoñación en la que escucho tu sonrisa de fondo, tu voz dulce y esperanzada susurrándome un
deseo verte ya. La imagen de tus ojos clavados en los míos se dibuja frente a mi rostro y creo sentir tus manos apretando con fuerza las mías, empapadas por los nervios del despegue. Y para cuando tu imagen comienza a desvancerse como las nubes que atravesamos, de nuevo el sonido de aviso me alerta de que van a comenzar las maniobras de preparación para el aterrizaje.
Ya llego. Ya llego. Empieza a extender tus brazos que es mucho el amor que traigo; empieza a preparar tu cuerpo que es muy grande el deseo de arroparte en mi regazo.
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