
Hubo un tiempo en que trató de hacer de su vida un cuento. Dotar de dinamismo a unas palabras que nacían muertas por defecto, fruto de una vida que en ocasiones no lo era tanto. Escribir consistía para él en soñar con unos días que veía tan lejanos como irrepetibles y, mientras oprimía las teclas con devoción, el sonido producido ocupaba sus oídos apartándolos del temido silencio en el que siempre resonaba el frío eco de un
"y ahora qué". Vivió de inspiraciones vacías y falsas musas pasajeras; de historias ficticias, sombras y
ojalás y
quisieras. Cada noche se regocijaba en su autismo inducido para recrearse en la narración de historias y sensaciones soñadas que jamás terminaban por hacerse realidad, como si durante el tiempo que le llevaba escribirlas el destino le regalara la ilusión de un
quizás. Pero de futuros inciertos ni se come, ni se vive. No importaba el empeño en aquella autodenominada
terapia sentipersonal porque no sería hasta que un ángel en forma de mujer le retara a
"dejar de llorar en letras" que entendiera al fin que es caprichoso el azar y todo es cuestión de tiempo y saber esperar. Y aquel espíritu celeste esculpido en cuerpo de mujer se convirtió desde entonces en musa de actos, más allá de palabras que, si bien seguían siendo su arma principal, ahora se le quedaban cortas para expresar lo que en su interior latía.