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Bonita Forma De Conocerse

¿Qué te parece si experimentamos la intriga de pasar tres días juntos en alguna ciudad lejana, a pesar de que acabemos de conocernos? Sé que suena a locura, pero puede ser una bonita forma de profundizar el uno en el otro y llegar a saber qué escondemos, mientras admiramos la belleza de un destino virgen para los ojos de los dos. Saca la maleta del armario, llénala con tu ropa y no te olvides de coger algún vestido de noche; tengo planeada una cena para la que no te vendría mal llevarlo. Que sí, de verdad, no lo pienses más. Coge lo que necesites y en tres horas te recojo. De los billetes me encargo yo, del destino, el otro destino; me limitaré a preguntar adonde se dirige el primer vuelo de la noche y ese será el nuestro. Que no te miento, en serio, cambia la cara de sorpresa o empieza a acostumbrarte a ella. No será la última vez que la pongas. ¡Vamos, vamos, vamos! Hay prisa. No preguntes nada, sólo prepárate para algo nuevo y no olvides la cámara de fotos. Son casi las cinco. A las ocho estaré esperándote con un taxi debajo de tu casa. ¿No decías que no tenías plan? Es tan fácil como esto y no hay opción de no. ¿Te acuerdas de lo primero que me dijiste anteayer cuando nos conocimos? Fue algo así como "pues últimamente siento que mi vida es un poco aburrida..." No hay mejor excusa que esta para poner remedio a tu queja. Toma, escribe aquí tu dirección exacta y cuando escuches el timbre de casa empieza a sonreír porque la aventura habrá comenzado. No te prometo más que setenta y dos horas conviviendo y conociéndonos tal y como somos en la realidad del día a día. Puede ser una experiencia increíble. Solos tú, yo y la ciudad que finalmente nos acoja. Venga, apresúrate. Cuando menos te lo esperes ya estaré de vuelta esperándote con el equipaje en el maletero del taxi. Por cierto, si tienes algo que decir sobre todo esto, algún comentario, alguna objeción, alguna pega o reparo...espera a decírmela después del despegue. Buen Viaje.

Y es que Sucede Que Hoy tus palabras me trajeron aquí...

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El Cartero Que Nunca Recibió Cartas De Amor

Me preguntó el cartero si creía en el amor y con cara de sorpresa, pero convencido y elevando la voz dije: sí, creo. Me preguntó después el cartero si creía en el perdón y arqueando bien las cejas y con un gesto burlón le dije: sí, creo. Se quedó en silencio, mirando, de pie junto a su motocicleta amarilla y preguntó: ¿Y cree que en el amor es importante el perdón? Cada vez más extrañado, aunque intrigado por la actitud del cartero, contesté: Sí, claro, me parece importantísimo. Callado, se quitó el casco, lo dejó colgado del manillar y mientras se tocaba el pelo, dijo: ¿Y alguna vez perdonó por amor? Casi al borde de la molestia por la intromisión, dando un paso decidido al frente dije: ¿Se puede saber a qué vienen estas preguntas? Mirándome directamente a los ojos, dejando descubrir la pena que reflejaban los suyos, me dijo: Llevo más de quince años dedicándome cada mañana a repartir el correo de la gente. No me considero alguien especialmente cotilla, pero suelo adivinar cuando se trata de una carta de amor. En ocasiones perfuman los sobres, dibujan corazones o hasta dejan la huella del carmín con la forma de los labios lacrando el sobre. Y cuando abro el buzón del destinatario y la dejo caer, me siento triste porque pienso que yo nunca he recibido una carta de amor. Puedo decirle lo que se siente al depositarla a través de la ranura, pero no sé nada acerca de la sensación de llegar a casa y abrir una. Sólo quería saber qué se experimentaba.
- Vaya, lo siento. Y siento también si en algún momento me he puesto violento, pero me incomodaban sus preguntas al final -dije. Pero entonces, ¿por qué me preguntaba sobre el perdón?
- Oh, verá. Es que hace algunos meses, harto de entregar cartas y más cartas de amor y no ver mi nombre nunca escrito, me quedé con una que le enviaban a usted. No recuerdo el remitente, aunque sé que era un nombre precioso de mujer. Y en ella, con un tono apenado y arrepentido, esa persona se preguntaba si usted sería capaz de perdonarle. Aquella carta la extravié involuntariamente, puedo asegurarle que pretendía devolvérsela sin dejar huella de mi lectura, pero se traspapeló. Créame si le digo que fue uno de los días más emotivos de mi vida. -Hizo una pausa y, apesadumbrado, se disculpó por la pérdida.
- Está bien, no se preocupe -le dije. Supongo que en cualquier caso aquella carta llegaba tarde. Pero permítame exigirle algo a cambio de su falta. Si un día vuelve a encontrar aquel sobre por su casa, no me lo haga saber, simplemente devuelva personalmente la carta al mismo domicilio del remite y mientras se lo extiende a su dueña, dígale de mi parte que efectivamente creo en el perdón, que efectivamente creo en el amor y que, desde su partida, también creo en el dolor.

Y es que Sucede Que Hoy hice mía la lección...

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Decididamente

Me encantas. Decididamente, me encantas. No hay un pero en tu figura, eres diosa sin fisura. Tenerte delante es contemplar el mejor rostro al óleo, la perfección del cincel sobre el mármol liso y caliente por la sangre dulce que recorre tu interior. Es querer que todo ocurra, que derroches tu pasión. El mundo, la calle, los coches, la gente, el ruido... todo sobra a nuestro alrededor y demasiado espacio se abre siempre entre nosotros dos. ¿Es tu risa la que escucho cuando pienso en el amor? ¿Es tu voz la que me habla cuando te observo desde el rincón? Tu risa, tu voz, tus ojos, tu pelo, tu aire, tu don... Me encantas. Decididamente, me encantas. Y quisiera perderme en tus mundos más ocultos. Pasear de tu mano por la vida y regalarte un sueño cada día. Volar tan alto como mi mente cuando te imagina aquí, sentir tan dentro como mi pecho cuando te ve venir. Convertir tu felicidad en mi empeño y mi pasión, pidiendo un beso a cambio, una caricia, tu calor. Y vivir del aire que te envuelve y sonreírte cada mañana al despertar, entre sábanas arrugadas y elevada temperatura corporal. Tú en pijama bostezando y sonriendo sin hablar. Yo pensando en la fortuna de poderte contemplar. Que ya es tarde, que nos debemos levantar, que tus leyes y mi pluma nos esperan para ir a trabajar. Claro que si quieres, siempre estamos a tiempo de escapar. Visitar otros países y retratarte mientras posas en lo más famoso del lugar. Y cubrir nuestras paredes con las fotos en collage. Roma, Pekín, Viena, New York, Venecia, París; Londres, Florencia, Budapest, Ámsterdam, Berlín... Me encantas. Decididamente, me encantas. Es la única conclusión a la que llego mientras te sigo pegado a tu coche. Con suerte averiguaré dónde vives y mañana, sin más demora, a esa dirección enviaré un precioso ramo de flores.

Y es que Sucede Que Hoy, como ayer, te veo y...

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Cosas De-Mentes

Volvía a casa después de un día denso de clases y más clases en la facultad, acompañado a lo lejos por la enorme y cercana luna llena que hoy nos acompaña. Todavía pululaban los últimos rayos de sol de la tarde, pero la enorme esfera blanca ya se dejaba ver entre alguna nube empeñada en ocultar la belleza del astro, seguramente por celos. Hoy lucía sus mejores galas. Así que, tratando de aplicar los últimos conceptos adquiridos en clase relacionados con el tema de la publicidad, iba prestándole especial atención a los mensajes que atiborraban el entorno. Carteles, rótulos, parabrisas abarrotados de folletos... Pero sobre todo me fijaba en las grandes vallas y paneles de carretera, valorando la disposición de elementos, la utilización de los colores, la tipografía, la imagen, el orden, la jerarquía y toda una serie de conceptos que te aporta el hecho de estudiar una carrera que, entre otras muchas cosas, te enseña a esto. Sin embargo, pronto dejé de fijarme tanto en lo formal y mi atención se desvió sin permiso hacia el contenido de los mensajes. Enormes titulares con una misma filosofía de fondo, sin importar la marca que lo sustentaba. Lo único cierto es que había algo en todos ellos que me resultaba del todo familiar. Algo así como una serie de citas o sentencias que parecían sacadas de mi propia mente, aunque no le quise dar más importancia que la aparente, pues pensaba que al fin y al cabo, en publicidad cambia el envoltorio pero no el mensaje. A todo color y con una tipografía de un tamaño descomunal, ocupando casi la totalidad de la superficie del panel, encontré eslóganes del tipo: "El tiempo corre", o "Aprovecha tus horas", "Cómete el mundo" e incluso otros más directos y agudos como aquel en el que se podía leer: "Hoy ya es un día menos..." Pero como digo, tal vez por el cansancio mental, la fatiga cerebral o simplemente por la hora que era, su importancia no trascendió demasiado. Claro que con lo que no contaba yo era con que al llegar a casa, robando unos minutos al tiempo que me separaba de la cena y aprovechándolos para torcer el cuello, esos mismos mensajes iban a cobrar sentido en mis sueños. Pero de esos sueños no retengo más que una sola imagen que se repite; la de la esquina inferior derecha de cada una de las vallas publicitarias que me habían impactado con esos mensajes, donde aparecía con un tamaño inferior: "Firmado, Tu Conciencia". Todo lo que había estado viendo no eran sino imágenes mentales creadas por mi subconsciente sobre vallas en blanco, para hacerme ver que debía aprovechar el tiempo y materializar todos los planes que rondaban por mi cabeza. Cosas de-mentes.

Y es que Sucede Que Hoy tal vez me intoxiqué demasiado...

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La Manera En La Que Remueves Tu Café

Puedo asegurarte que jamás había visto remover un café de esa manera. Y perdona que empiece así, que ni siquiera haya saludado ni me haya presentado, pero te confieso que llevo rato observándote desde allí enfrente y no he podido resistir la tentación de venir aquí a decirte que hasta el simple hecho de remover el café con la cucharilla, lo envuelves del halo mágico que te rodea y desprendes por cada poro de tu piel. La suavidad del giro de muñeca, la finura de tus manos, el humo que asciende y se cuela por tu nariz pequeña y redondeada, o la sutil manera en que acercas tus labios al borde para comprobar si sigue demasiado caliente. Perdóname, de verdad, debes estar tomándome por loco, pero si fuese pintor acabaría de firmar mi obra maestra. Por un momento he contemplado la belleza en algo tan fútil como verte desde la distancia con el vaso de plástico en la mano. Y no es que el vaso sea muy diferente al resto de vasos que pueda encontrar en cualquier otra persona incluso de las que te rodean ahora mismo, es que tú haces que un trozo de plástico entre en consonancia con el resto de ti y se transforme en arte. Si te soy sincero ayer ya te vi a la misma hora y entre la misma gente y, aunque ya llamaste mi atención, supongo que no reparé en el hecho de que tenía ante mí a la que me iba a robar el sueño desde aquella misma noche. Pero hoy al verte de nuevo he recordado que esta misma mañana he amanecido con el vago recuerdo de tu imagen y no he sabido situarte muy bien hasta este instante. Claro que ahora al tenerte delante empiezo a relacionar todo y es cierto que ya te había visto más a menudo por aquí. Qué raro que nunca antes me hubiese fijado en ti y en tu manera de remover el café. Parecerá una tontería esto del café, pero de no ser por él ahora mismo no estaría hablando contigo. Al salir me he topado contigo y, aunque de primeras ni siquiera he levantado la vista, enseguida me ha llegado el aroma que salía del interior de tu vaso e irremediablemente me ha conducido hasta tu rostro. No sé si lo has hecho voluntariamente o no, pero nuestras miradas se han quedado suspendidas en el aire entrecruzadas un instante. Así que entre tus manos sostienes al causante de nuestra conversación y quién sabe si al de nuestra próxima cena. Por cierto, ¿se te puede invitar a cenar? Lo digo porque el viernes me encantaría tenerte sentada enfrente removiendo de nuevo tu café, pero siendo el único espectador esta vez. En fin, estoy siendo demasiado descarado, perdóname, es que posiblemente la vergüenza me esté haciendo soltar todo de golpe y demasiado rápido. Entenderé tu no como respuesta, es probable que yo hiciese lo mismo si viniese alguien de pronto a decirme algo así. En cualquier caso siempre me quedará mirarte cada día a esta hora, durante los treinta minutos que dura el descanso entre clase y clase. De verdad, ha sido todo un placer hablar contigo, bueno, al menos avasallarte de esta manera. Por cierto te queda genial ese nuevo corte de pelo. Estás preciosa. Pues eso, que siento la intromisión, pero mantengo la oferta del viernes.
Se me olvidaba, mi nombre es Pablo.

Y es que Sucede Que Hoy me hubiese gustado tener el valor...

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Me Quedé Esperando A Que Llegaras

Pasaban más de diez minutos de las once de la mañana y todavía no te había visto. Te buscaba entre la gente que abarrotaba la cafetería y creía intuir tu rastro en cada mesa; resquicios de tu perfume, huellas de tus pasos, ecos de tu risa, silencios de tu voz. Pensaba que tal vez llegarías tarde por un retraso en la salida del profesor de tu última clase, por una charla improvisada con algún amigo después de los meses de vacaciones, o porque simplemente preferiste tomarte con calma el recorrido desde tu facultad a la mía. Y mientras te esperaba sentado en la única mesa que quedaba vacía cuando llegué, recordé nuestro primer encuentro en aquel mismo lugar, dos años atrás. Por aquel entonces las heridas de mi corazón todavía estaban en carne viva y caminaba cabizbajo tratando de ocultarme entre la multitud, distante, desapercibido y con los lagrimales secos después de ríos de dolor salado. Ya no recuerdo el motivo que me obligó aquel día a comer en aquella cafetería, si bien desde entonces me he convencido de que fue un regalo del destino para que con tu presencia mis días comenzaran a dejar atrás el gris opaco que los tintaba. El caso es que llegué poco convencido al lugar y ocupé la mesa más apartada, arrinconada en la esquina que enfrentaba a la puerta de la cafetería. Y de pronto llegaste tú. Todavía guardo la imagen de tu aparición en escena envuelta en humo como en una gran ilusión. El turbante turquesa que recogía tu pelo conjugaba con el color de tu ojos y hacía resaltar la sonrisa sutilmente enmarcada en la perfección de tu rostro bronceado. Irremediablemente se produjo el primer cruce de miradas nada más entrar, ya que lo natural, dada la disposición de mi mesa, era mirar directamente de frente al lugar que yo ocupaba. Saltaron chispas en aquel primer contacto visual. Y la suerte quiso que ocuparas la mesa que enfrentaba a la mía, a escasos centímetros de la silla vacía que compartía comida conmigo, de tal manera que quedábamos inevitablemente cara a cara. A partir de ahí, la siguiente hora se convirtió en un baile de miradas esquivas, un sutil juego de cabezas bajas y disimulos, que terminó con el deseo de otro encuentro en un lugar más apropiado. Pero como he dicho, de eso hace ya dos años. Dos años que hoy allí, en la misma cafetería, me parecían dos días, pues la misma excitación y nerviosismo corría por mis venas ante tu inminente aparición. Después de los diez minutos de espera adicional vinieron los veinte, los treinta e incluso los cuarenta, pero seguía sin rastro de ti. Ahora ya creía verte en cada mesa, de espaldas, hasta que quien había engañado a mis sentidos se giraba descubriéndome un nuevo desengaño. Más desilusionado que cansado por la espera, recogí mis cosas y abandoné el local. Esta vez no había habido suerte, pero me esperaba todo un curso por delante para coincidir contigo en el lugar en el que un día te apropiaste de mi concepto de belleza y lo hiciste carne.

Y es que Sucede Que Hoy me quedé esperándote...

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Pequeño Reino De Adoquines Y Asfalto

Un día más, como otros tantos ya, se presentó fiel a su cita en el pequeño reino que había instalado en aquel metro cuadrado de adoquines y asfalto. No importaba la hora, tampoco si hacía calor o frío, incluso si lucía el sol o llovía. Allí continuaba puntual a la espera del semáforo en rojo que le brindase la oportunidad de hacer negocio con los conductores del pelotón de coches que esperaban a que la bombilla verde se encendiese para retomar la marcha. El trato era sencillo: cristal limpio a cambio de la voluntad en forma de recompensa por su trabajo. O eso es a lo que de normal se dedicaba, tratando de obtener lo suficiente para alimentarse otro día más en su paso por un infierno que se empeñaba en disimular con sonrisas, ánimo y movimientos alegres a su paso entre las caras largas de los conductores. Sin embargo aquel día llovía y el lujo de llevar una luna delantera limpia y reluciente parecía perder importancia ante la insistencia de las gotas resbalando por el cristal. Tal vez muchos de los que como él se dedicaban al arte del limpiacristales en cualquier semáforo de la ciudad, veían en la lluvia una amenaza que acababa con la posibilidad de recolectar las ganancias de todo un día de trabajo. Pero para aquel artista de la espera en particular, todo parecía tener solución y en días de aguacero como el que caía en aquellas horas, cambiaba el cubo de agua y jabón y la escobilla por los paquetes de kleenex. Pañuelos de papel que venían a cubrir de inmediato la necesidad de poner remedio a los resfriados incipientes provocados por la ropa empapada en contacto con la piel. Pensé que había llegado el momento en que su presencia eterna en aquel mismo semáforo había dejado de ser una obligación necesaria para su supervivencia y se había convertido en una suerte de puesto de trabajo digno al que acudía diariamente con la ilusión de quien disfruta con lo que hace. Y es que en su cara se adivinaba la gratitud hacia quienes compartían algo más que muecas y gestos de negación. Personas que cada día a la misma hora pasaban por aquella calle y hasta saludaban a quien había logrado transformar una ocupación desdeñosa y odiada por la sociedad, en otra cargada de sonrisas, conversaciones de apenas diez segundos y recompensas a la buena cara con la que siempre aceptaba las respuestas de sus clientes. Y otra noche más coincidimos en aquella espera teñida de rojo bajo la lluvia. Por su frente resbalaba el agua que caía con fuerza empapando la vieja camisa medio abierta y sus pies caminaban chapoteando entre los charcos que anegaban el asfalto. Bajé la ventanilla para compartir una de aquellas charlas efímeras a las que me tenía acostumbrado y después del saludo me ofreció un paquete de kleenex que rechacé más por rutina que por voluntad. Sin embargo, recordé que debajo del asiento del acompañante guardaba un paraguas para estar siempre prevenido -aunque es cierto que jamás llegué a utilizarlo- y se lo regalé tratando de facilitar su labor o, al menos, hacer más llevadera la fría noche bajo la lluvia. Aceptó de buen grado y me lo pagó con una de sus sinceras sonrisas mellada. Desde entonces no ha vuelto a llover en la ciudad y, pese a que todavía no he tenido la oportunidad de verle lucir su paraguas, día tras día puedo verlo colgado del seto que delimita uno de los lados de su pequeño reino. Me siento bien.

Y es que Sucede Que Hoy hubiese querido reaccionar antes...

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Tormenta De Recuerdos

La luz de las farolas iluminaba el aguacero que caía sobre la ciudad aquella noche. El otoño comenzaba con tormenta y sobre el asfalto se dibujaba el reflejo de los edificios y las luces de los coches salpicando el agua de los charcos a su paso. La radio había dejado de sonar en el mismo instante en que las primeras gotas golpearon el cristal y desde entonces el único sonido que me distraía era el de la lluvia golpeando el techo y el limpiaparabrisas apartando el agua con ritmo cuadriculado. El cielo lloraba el adiós del verano y lo hacía con ganas, mientras la luna tímida trataba de asomar con miedo la nariz sobre las nubes densas que encapotaban el cielo. Viajaba solo, en dirección al centro, y aunque el atasco generalizado en los días de lluvia no invitaba al descanso, marchaba tranquilo y en paz por las calles colmadas de coches y algún que otro paraguas despistado de vuelta a casa. Entretanto, el cielo se rompía repetidamente con rayos y truenos que iluminaban y alborotaban el silencio que reinaba en cada rincón, dejando en evidencia por un instante a todo aquel que se ocultaba en la oscuridad de la noche para cometer el delito de un beso en los portales. Las imágenes se sucedían como efímeros fogonazos que permitían vislumbrar la realidad en tono amoratado. Un beso aquí, una sonrisa allá, una carrera bajo la lluvia por la otra acera, un vagabundo abandonado a la intemperie protegido sólo por cartones, otro beso más allá... La realidad parecía cobrar vida únicamente en el preciso lapso que duraba el destello blanco del relámpago y al que se daba fin con un ensordecedor quejido en forma de trueno. Y así fue que en la eterna espera de un semáforo, a escasos metros de tu calle, de nuevo un rayo iluminó cielo y tierra con la claridad del sol de mediodía y apareciste sentada ocupando el asiento de al lado en el interior de mi coche. Al igual que el resto de visiones, la tuya duró lo que dio de sí el fugaz instante de luz. Un fantasma venido directo desde mi recuerdo y traído por la breve duración del resplandor. Y fuiste tan real durante el poco tiempo en el que exististe, que quise encontrar la manera de decirte que aún te añoraba sin abrir viejas heridas, sin perder derecho al cielo. Quise ordenar palabras temblorosas que te hiciesen saber que te quería sin quererte. Pero fue tan rápida tu partida como tu llegada y ni siquiera tuve tiempo para extender mi mano y rozar tu rostro espectral. Y la lluvia continuó cayendo con fuerza y los relámpagos se sucedieron sin cesar, pero tu imagen jamás volvió a ocupar mi lado. Sólo tuve una oportunidad y la dejé escapar; sólo tuve una ocasión y la sorpresa me privó de toda reacción.

Y es que Sucede Que Hoy un relámpago te trajo junto a mí...

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Trascendí

Y allá en lo alto del monte, en aquel rincón escondido a los ojos del mundo, en aquel remanso de paz y tranquilidad sólo distraída por el sonido de los pájaros y el viento, encontré el lugar idóneo para sentarme a meditar y perderme por las sinuosas calles de mi pensamiento más profundo. Justo allí, en la piedra más lejana, en el pico que asomaba por encima de la nada que se abría bajo mis pies, tomé asiento y me preocupé sólo de respirar. Sentía cómo el aire penetraba suavemente en mi interior y se distribuía por mis pulmones, al tiempo que la sangre oxigenada corría por mis venas repartiéndose veloz por cada uno de los músculos de mi cuerpo. Poco a poco iba tomando conciencia de cada uno de ellos y notaba cómo se distendían, cómo se relajaba hasta el más mínimo centímetro de piel. El latido de mi corazón comenzó a ser audible y su lento ritmo me hacía caer en una relajación profunda que borraba cualquier pensamiento de la mente. Creí enraizarme con la tierra sobre la que descansaba, conectar con la armonía del lugar y viajar lejos, muy lejos, flotando en el aire sin esfuerzo ni voluntad, colgado de unos hilos de luz pura que se descolgaban desde más allá del cielo. Ahora podía divisar todo a vista de pájaro. Las casas a lo lejos, los coches, los árboles, el río, las diminutas personas que se movían con una velocidad frenética allá abajo y hasta pude verme a mí mismo, sentado sobre la roca, con los ojos cerrados y un haz de luz de muchos colores envolviendo mi figura. Entonces fue cuando entendí que había trascendido, que había logrado desprenderme hasta de mi propio ser terrenal y mi esencia había salido a instruirse por su cuenta, mientras el cuerpo permanecía a la espera del regreso para retomar el camino. Y mientras descendía de nuevo dispuesto a ocupar mi propio cuerpo, alguien me dijo desde un lugar remoto, que yo era esa casa, esos coches, esos árboles, ese río, esas personas diminutas y ese aire y ese cielo y ese tiempo y esa nada. Yo era yo y todas las partes de mí que habitaban en los demás. Yo era yo y la porción de unidad de todo cuanto pudiera conocer. Y después de la lección, volví a abrir a los ojos y me vi tumbado en mi propia habitación, sobre las sábanas revueltas y las tres de la madrugada mostrándose en el reloj.

Y es que Sucede Que Hoy viajé de nuevo en sueños...

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Aún Sabiendo Que No Existes

Después de una larga hora observándote con detenimiento desde una distancia prudente, las dudas han asaltado mi cabeza. ¿De qué escultor eras modelo? ¿De qué poeta eras musa? ¿De qué pintor eras su mejor retrato? Porque te veo y sólo pienso que la vida a tu lado debe ser mejor que la que ofrecen en el cielo. Porque te observo y sólo encuentro virtudes en mitad de un mar ausente de defectos. La dulzura de tu voz, el vaivén de tu melena o la danza sinuosa en tus caderas. El paraíso hecho sonrisa, la simetría llevada a un nivel sublime en tu figura y la eternidad en forma de finas y delicadas piernas que me privan de cordura. Disimulando levanto la vista y recorro con los ojos de principio a fin tu creación divina. Y te enfundas en palabras sabias, en reflexiones profundas de las poco dadas y sin embargo por mí tan añoradas, en vocablos cultos y silencios largos que demuestran el trasfondo cultivado que acompaña a tu fachada de mármol trabajado con esmero y mano blanda. Es la guinda que me embruja y me reclama tu calor. Justo cuando pensaba que mi nombre figuraba en la lista de los perdedores en todo esto del amor; cuando ya me hartaba de cantarle a la soledad y vivir mendigando de los restos ya pasados y teñidos de dolor. Pero llegas tú y contigo la revolución, la explosión de alegría y de color, la llave que abre la tapiada puerta de mi corazón, la primavera que aletea y me devuelve al fin la ilusión. Te llevaba esperando mucho tiempo y apareciste hoy como del fondo de un cajón, con tu ropa en la maleta y en la boca una flor, con una lista repleta de sueños esperando su ocasión. Y te arropo con el cariño de quien al fin encuentra un sendero que le da satisfacción. Y te regalo una vida entera para jugar al viejo truco del amor; ese que consiste en ser ser amado si derrochas con cariño sentimientos que mantengan encendida la jugosa llama de la pasión. Pero por un instante nuestras miradas se cruzan y consigues que mi cara se destiña de rubor. Y ya no hay vuelta atrás, me has mirado, he pasado a ser una víctima más de tus encantos. Una presa que se rinde ante el atractivo de tus pasos. Un iluso más que cada noche soñará con el imposible roce con tus labios.

Y es que Sucede Que Hoy te imaginé aún sabiendo que no existes...
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Amanecer Perdido En Tu Recuerdo

Esta mañana al despertar, me pregunté si me paseaba por tus sueños con la misma asiduidad con la que tú lo hacías por los míos. Si mi recuerdo cobraba forma de imagen onírica y hasta mi voz resonaba en tus oídos susurrándote palabras como las que cada noche tu melodía hace que escuche en mitad de la madrugada. A veces me da la sensación de recuperar el tiempo que desde mucho atrás no me dejas compartir a tu lado, mediante las horas eternas de las noches en soledad perdido en tu recuerdo. Es como si viviera una vida sin ti por el día y con la oscuridad volviera a tenerte entre mis brazos. Como si la luna rindiese pleitesía a los años junto a ti y me regalara tu compañía en forma de sueños vaporosos casi reales. Con la llegada del alba y el primer rayo de luz penetrando en mis ojos, la mente se llena de dudas tratando de discernir entre la vida real y la imaginaria. Pero ya hace meses que no consigo ver la delgada línea que las separa. O es que acaso no existe tal línea y la una sólo es prolongación de la otra. Dos niveles de realidad que se superponen cuando creo tocarte y mirarte directamente a los ojos entre sueños. Dos planos dimensionales que me dan la posibilidad de curar las heridas de la soledad, con las caricias ficticias de tus manos representadas. He escuchado decir que la vida son dos días y la mitad son noches y, por más que trato de encontrarle el sentido a la expresión, no puedo sino más que contemplarla como un dogma contra el que luchar, pues prefiero morir en el intento de transformar los días en eternas noches contigo entre mis sueños, a saber que con la luna tu imagen se desvanecerá y volveré a sentir frío entre las sábanas. Y es por eso que te miro fijamente cada noche entre mil fotos, que repaso los renglones de tus cartas en la cama y que escucho tus palabras en una grabación robada. Todo cuanto pueda inducir a mi mente a transportarme hasta los años de caricias y te quieros endulzados por tu voz enamorada. Y con esa duda he pasado la mañana, rebuscando entra las imágenes del sueño del que acababa de desprenderme sin quererlo, el momento en el que silenciosa te acercabas a rozar mis labios con los tuyos empapados en dulce sonrisa. Y ahora que en el cielo ya se pintan los luceros y en mis ojos pesa el calvario de otro día más sin verte, me preparo para el viaje, enfundado en mi edredón, a la espera de que vuelvas y me lleves de tu mano al rincón sagrado en el que habitas desde el día en que saliste de mi vida y dejaste tiritando a mi triste corazón.

Y es que Sucede Que Hoy amanecí perdido en tu recuerdo...

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Beso Al Otro Lado Del Cristal

Un cielo gris y encapotado amenazaba con descargar su furia en forma de lluvia, mientras volvía a casa después de otra jornada más de trabajo. El cansancio y las ganas de llegar para despojarme de todo y relajarme en la ducha hacían del trayecto de regreso, un camino interminable. Las calles, algunas más transitadas y otras menos, se sucedían en aquel fatigoso laberinto de nombres y curvas que debían acercarme hasta la salida a la autovía. La música sonaba tenue en la radio del coche y el aire se colaba por la estrecha ranura de la ventana, renovando el aire del interior del habitáculo y dejando el espacio suficiente para que los rugidos del cielo gris retumbaran próximos a mi cabeza. De vez en cuando, tras torcer en cualquier esquina y cambiar la porción de cielo que se abría sobre mí, disfrutaba con algún rayo de sol rebelde y perdido entre las sombras de la espesa capa amoratada que cubría el espacio. El hecho de encontrar luz directa en algún rincón se convertía en toda una proeza cuya recompensa se limitaba al reflejo momentáneo de un delgado y efímero rayo de esperanza, como el que me sorprendió mientras esperaba parado a que el semáforo me diera permiso para retomar la marcha. Mi coche ocupaba por entonces el tercer o cuarto puesto de la fila que comenzaba en la línea blanca pintada en el asfalto y por detrás continuaba hasta donde abarcaba la vista. A ambos lados de la calle, los coches estacionados invadían el resto de carriles, obligando a discurrir por uno solo de los tres de los que disponía la pequeña avenida. Absorto observando el devenir de gentes que paseaban por las aceras, descubrí el reflejo de mi coche en un escaparate y paré atención en la motocicleta que se encontraba justo detrás. Montada, como quien posa elegante encima de un caballo de la realeza, contemplé la figura de una chica joven, enfundada en un vestido verde oliva de lino, gafas grandes y oscuras de sol, y un casco con estilo que protegía su cabeza, dejando escapar por debajo, una melena rubia bien cuidada. Enseguida opté por cambiar el espejo sobre el que contemplar a aquella chica y, girando lentamente la cabeza, pasé a mirarle directamente a través del retrovisor izquierdo del coche. Estaba realmente cerca de mí, tal vez sólo un par de metros por detrás de mi puerta. Con el mayor disimulo posible y lejos de querer ser sorprendido por su mirada, recorrí centímetro a centímetro su figura con ojos entreabiertos y distantes, hasta que al llegar a sus ojos, después de haber permanecido varios segundos sobre el filo de sus labios y el contorno suave de su nariz, descubrí que esperaba el momento del cruce de miradas, manteniendo la suya directamente hacia mis ojos. En un primer momento sentí el apuro de quien acaba de ser pillado in fraganti y mi primera reacción fue apartar la vista rápidamente y disimular mirando para el otro lado. Pero evidentemente resultaba del todo infantil aquel acto de despiste. Así que, estirando el cuello hasta sacar del encuadre del pequeño espejo la zona de mis ojos, continué observándole. Entretanto, los coches que circulaban por la calle perpendicular comenzaban a disminuir su velocidad vaticinando el cambio temprano de mi semáforo cuando, de nuevo invadido por su mirada, la vergüenza me invadió por dentro. Una vergüenza que se esfumó en el preciso instante en el que me regaló una preciosa sonrisa de complicidad y, con el verde del semáforo brillando en lo alto, aceleró lentamente hasta situarse al lado de mi ventanilla. Una vez allí, se giró para mirarme directamente de cerca todavía sonriendo y, acercando su boca hasta la ventana, me regaló un dulce beso desde el otro lado del cristal.

Y es que Sucede Que Hoy sentí aquel beso al otro lado del cristal...

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Morir Por Amor Es Seguir Viviendo

Hace tiempo descubrí que el amor es el único campo de batalla en el que merece la pena morir. Entregar tu vida en busca de la conquista de una bandera con forma de corazón, de unas fronteras que abarcan millones de kilómetros y gobiernan sentimientos una vez vencida la razón. Sin ejércitos, sin galones, sin más armas que la entrega y la pasión, así se libra el combate en el que uno mismo es vencedor. Luchas solo contra todo y en busca de un motivo para no perder la vida por tan noble causa y, cuando estás a punto de escuchar la rendición del enemigo ya vencido, una bala en forma de palabra atraviesa implacable el escudo que cubría la preciada esencia de tu corazón. Entonces ya no hay tiempo ni ilusiones, ya no hay objetivos ni valores. Todo tiembla y se desvanece, como el sol que a lo lejos se prepara para dejar a oscuras la barbarie de la guerra del amor. En el suelo yacen muertas las promesas que forjamos hace tiempo y las sonrisas ya resecas cuyo eco embelesa a la luna que luce triste y apagada sollozando solitaria en lo alto de la noche oscura y cerrada. A lo lejos se presiente el fracaso de una lucha desesperada por abrazar los resquicios de la vida, mientras gotas de sudor y sangre resbalan lentamente por el rostro del lisiado amante. Poco a poco, mientras muere, piensa en su destino y se prepara para el fin de sus horas recordando lo feliz que había sido, todo lo que por amor había sentido y cuánto, de verdad que cuánto le había querido. No encontraba mayor paz que la de saberse vencido por el tiempo en la arena de aquel desierto solitario, tras lidiar hasta la muerte por amar tan locamente y no hallar sino la suerte de decir adiós sin que el cuerpo de su amada se encontrara allí presente. Jamás sería recordado, su gloria finalizaría con la última exhalación y la historia de su vida acabaría con la escena de un cuerpo herido y tatuado con la llama de aquel fuego encendido hacía tiempo en lo más profundo de su corazón. Su camino estaba escrito y desde siempre su capricho fue llegar a ser tan valiente como para enfrentarse cara a cara con la muerte y ganarle la partida con palabras convincentes. Pero enfermó. Y enfermó de amor. Porque pronto se dio cuenta que el amor era una enfermedad que no tenía cura. Una dolencia exasperada que llegaba sin aviso y sentenciaba los destinos de indefensos corazones. Y con amor vivió y por amor se marchó. Y a su amor se entregó y de su amor nada quedó. Tanto fue así que el propio amor fue quien la vida le arrebató. Y de soldados del amor está lleno el campo de batalla, pues no hay guerra más cruenta que la que enfrenta a la razón y al corazón, ni barbarie más sangrienta que la lucha interna entre amar o rendirse únicamente a la pasión. Hace tiempo descubrí que el amor es el único campo de batalla en el que merece la pena morir; hace tiempo aprendí que el amor no se aprende ni se explica, sólo es algo que con suerte, un día te tocará vivir.

Y es que Sucede Que Hoy aprendí que morir por amor es seguir viviendo...

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Me Dijeron De Tu Vida

Me dijeron de tu vida y un puñal me desgarró violento el alma. Me contaron que sufrías el despecho de la soledad en tus días y tratabas de apagarla entregándote con vicio y desencanto a los juegos de tu cuerpo ardiendo en llamas. Luego supe que llorabas en silencio y por las noches una eterna duda se clavaba sin cesar en el fondo de tu alma. Eran peros y silencios, los cuchillos que arañaban las paredes de tu rabia. No recuerdo cómo, me enteré de que sentías un vacío en tu mirada, que por más que te enjugabas, lágrimas y lágrimas rodaban por tu cara. Yo asentía y escuchaba atento, pues en el fondo ya sabía que de gris terminarían por teñirse tus ahora amargos días. Nadie ríe sin haber llorado y nadie sufre sin haber amado, pero esta lección llegaba tarde a tus oídos inmaduros y por una vida encaprichada convertiste tu futuro en desdichado a la deriva. Yo supongo que debiera sentir pena, rabia, saña, enojo o vergüenza ajena y sin embargo es tristeza lo que siento al saber que de tu vida no quisiste hacer un cuento. Disponías de papel y lápiz, de argumento, emplazamiento, de sorpresas y acontecimientos, pero desviaste tu mirada y tu camino hacia historias donde el bueno nunca es bueno y es el malo quien gobierna tu destino. Y vaya desatino. Confundir palabras huecas con antojos para el corazón; enterrar en voces muertas el susurro del consejo que sonaba en tu interior. Valorar siempre fue un verbo cuyo significado desconociste y ahora gritas a escondidas por ser esclava de las prisas, por creer que el amor es un juego que dominas. Me contaron tus hazañas y reí a gusto sorprendido por la lista de patrañas que colabas a todo aquel que te escuchaba; buena forma de inventar la historia a tu manera, sin dañar tu imagen, sin llegar a desvelar la oscura y densa pasta de la que estás hecha. Y otra vez qué lástima que con el tiempo todo se sepa, que la verdad salga a luz y hasta el suelo se te caiga la cara de vergüenza. Son las consecuencias de tu abono a la mentira, del engaño de tu propia vida, de ese mundo a tu medida que construyes día a día. Se me olvidó hacerte saber que el que miente nunca vence y el mentido, aún sin quererlo, termina despojando de artificios las palabras que creía ciertas, sin caer ni darse cuenta de que estaban enfundadas en las vainas de la injuria y la certeza encubierta. Me dijeron de tu vida y un puñal me desgarró violento el alma, me contaron que sufrías y no hice más que compadecerme aún sin deberlo y apiadarme de la oscura y gris rutina, de los días incapaces de pasar sin tus mentiras.

Y es que Sucede Que Hoy supe de ti...

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Tu Sonrisa En La Escalera

Llegabas nerviosa a la cita cuya notificación habías recibido días antes por correo, aquel día, a aquella misma hora, en la que durante los próximos años iba a ser tu facultad. Era tu primer día en la Universidad y, nerviosa por saber cómo te ibas a desenvolver en ese ambiente que llevabas tiempo anhelando, por fin entraste hasta la sala en la que debías esperar tu turno. Ibas sola, armada con un sobre grande y una carpeta de la que asomaban las esquinas de los papeles que en apenas minutos te acreditarían como nueva alumna. Tu sueño de estudiar aquella carrera estaba a punto de cumplirse. Entretanto, yo seguía ordenando la mesa que ocupaba, regalando obsequios sin valor a los nuevos como tú y forzando una sonrisa nada cómoda en aquella hora temprana. Con paso lento y tímido te acercaste hasta donde yo estaba y, sorprendiéndome, me preguntaste el procedimiento a seguir para cumplimentar tu formulario. Todavía recuerdo el asombro que me invadió cuando levanté la vista de los papeles y te vi delante preguntándome directamente a mí. Tus ojos cristalinos de mirada profunda, el pelo oscuro y ondulado, tu color dorado de piel y el dulce susurro de tu voz me transportaron por momentos hasta un lugar del que no quería salir si no era de tu mano. Con el valor de quien se enfunda detrás de un uniforme recién adquirido, te indiqué lo mejor posible los pasos a seguir y, una vez entendiste todo, me susurraste un gracias tembloroso que contesté con una sonrisa ahora nada forzada. El ajetreo de personas por el pasillo y la voz de la coordinadora nombrando en voz alta a los que debían ingresar en la sala de matrícula, me devolvió a la normalidad y te perdí de vista. Seguramente habías entrado entre aquel pelotón de trémulos, dispuesta a terminar cuanto antes con el trámite. Durante los siguientes diez minutos me distraje devorando las páginas de la novela que me acompañaban para los momentos de tranquilidad y sosiego en los pasillos pero, justo cuando iba a concluir el capítulo, te vi salir del aula la primera con la hoja que debías entregarme a mí. Y así ocurrió. Te acercaste con más decisión esta vez y, sonriente, tendiste el papel hasta mis manos que parecían temblar ahora, como antes lo habían hecho las tuyas. Un par de comprobaciones y el agradecimiento en forma de caramelos, bolígrafos de propaganda y tajeteros. Después te diste la vuelta todavía con la sonrisa dibujada en la boca, y descendiste lentamente los escalones que enfrentaban a mi mesa y que te separarían de mí probablemente para siempre. Por cada escalón admiraba un rincón de tu cuerpo; la espalda de norte a sur, las piernas largas y morenas, la melena cuidada y suelta... Toda tú resultabas un boceto de las mejores manos del renacimiento. Y así, en el momento en que llegaste al último escalón, justo antes de doblar la esquina y perderte de vista, levantaste la mirada hasta encontrar la mía y me regalaste otra de tus sonrisas encantadoras hasta que te esfumaste sin dejar rastro, a pesar de que mi mente ya te imaginaba subiendo a toda velocidad. O tal vez sí que dejaste rastro sin ser consciente. Volví a coger el papel que me acababas de entregar y en él, con letra clara y redonda, juraría que algo más remarcado que el resto de palabras, figuraba el nombre y el teléfono de aquel ángel que me habían enviado como recompensa al madrugón de aquella mañana.

Y es que Sucede Que Hoy tu cara alegró mi mañana...

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Desde El Otro Lado De La Calle

Llevaba días pensando en las ventajas y los inconvenientes de hacerlo, de llevar a cabo mi plan, de dejar atrás mi vida y embarcarme en la locura de aquella osada aventura. Pero la última noche fue clave para decidirme. Lo vi todo claro, las ganas pudieron con los temores y el hambre de felicidad acabó por dar el empujón definitivo. Así que decidí venderlo todo; algunos muebles, mi coche, mi vieja colección de libros, mis trajes de marca, mis mejores cuadros... Todo cuanto pudiera proporcionarme el dinero suficiente para lo que me había propuesto llevar a cabo. Según había calculado, si conseguía colocar aquello al precio que esperaba, recaudaría lo bastante como para poder alquilar, durante al menos tres o cuatro meses, el piso que enfrentaba a tu ventana. Sería perfecto poder contemplarte cada noche a través de tus cortinas; controlar tus movimientos y pasar las horas perdido en tu imagen. Cada mañana esperaría atento a tu despertar, para ser el primero en robarte una mirada a través del telescopio. Después trataría de adivinarte por la ranura de la puerta entreabierta de tu baño. Luego me cambiaría de ventana para observarte mientras desayunabas y de nuevo donde antes para perderme en tu figura mientras te vestías con suma lentitud, regalándome los mejores minutos del día. Pronto bajarías con prisas al garaje para dirigirte hasta la facultad y entonces aprovecharía para dormir lo que en la noche no fui capaz; no existía disyuntiva entre entregarme al sueño o mirar paciente tu respiración suave mientras dormías ajena a mis ojos en aquella cama que un día compartimos. Sería capaz de aguantar toda la noche impasible observando tu sueño, atento a cada movimiento de tu cuerpo entre las sábanas, velando por tu calma desde el otro lado de la calle. Y buscaría la manera de ocultar mi identidad, aprendiendo a vivir a oscuras para evitar que llegaras a descubrirme. Me convertiría en un ermitaño en aquella vieja casa desprovista de muebles y lujos, pero repleta de ganas de ti en cada rincón. Con paredes forradas de fotografías y cartas de amor y equipada tan solo con una silla, un telescopio y un colchón. En las noches más pesadas pasaría el tiempo dibujándote con detalle en una lámina que el viento acabaría por llevarse con mi primer parpadeo profundo, regalándome la oportunidad de empezar de nuevo fijándome en el contorno de tu cuerpo girado directamente hacia mi ventana. Y así sería feliz día tras día, noche tras noche, admirando la poesía de tu figura, observándote en secreto a cada paso por la casa y viviendo de un amor que fue y seguía siendo gracias a la imagen vista a través de la lente de un telescopio.

Y es que Sucede Que Hoy daría todo por contemplarte a escondidas...

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Sólo Una Carta De Arrepentimiento

Créeme si te digo que lo siento; que jamás fue mi intención que llegara a suceder todo esto. Que se me ha ido de las manos, que por primera vez en la vida algo así me ha superado. Yo sólo trataba de intentar cambiar el rumbo, de fingir que todo es humo, de entender que en el amor, nunca dos es resultado de sumarle uno a uno. Esto es sólo una carta de arrepentimiento, de disculpas aún por conceder, de sonrisas rotas y tequieros fríos de papel. Te pido perdón con una mano en el pecho y la otra señalando al cielo; suplico la clemencia de tu mente, la dispensa de tu daga, la misericordia de tu alma que arde en llamas. Cómo decirte que no es cierto lo que dicen, que me muero por tu ausencia, que jamás podré cambiarlo, aún por mucho que ellos griten. Me arrodillo ante tu cuerpo reclamándote piedad, que no muera en tu castigo, que me quieras de verdad. ¿Y si todo fuese un sueño? ¿Y si el daño que me hiciste fuese sólo un mero invento? Que no hay heridas, que es todo un cuento; que éstas cicatrices ya las curará el tiempo. No sé cómo pude hacerlo, no sé cómo no pudiste verlo; que no te miento, que es completamente cierto, que en silencio y de puntillas te marchaste con el viento. Ni un adiós, ni un sólo gesto; sólo pasos, sólo metros. Y poco a poco cae el velo y deja al descubierto uno ojos verdes, ahora negros: la triste mirada que quedó, después de que las mejores vistas se fuesen contigo al decir adiós. El mejor rostro en el mejor cuerpo; la mejor sonrisa en la belleza más precisa. Lo siento, créeme que lo siento. Siento haberte robado el tiempo mientras leías esto; siento haberte encaminado poco a poco hasta este singular momento; hacia este pobre e inconcluso texto. Lo siento, créeme que lo siento, por haber tratado de rozar con mis letras tus pupilas, sin pensar que por momentos se convierten en espejo de palabras intranquilas.

Y es que Sucede Que Hoy traté de robar tus ojos y tu tiempo...

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Retrato De Un Amor Tardío

Como cada mañana desde hacía más de treinta años, Gilles se había despertado con el primer rayo de sol que atravesó su ventana. Era una de esas personas de sueño frágil y despertar sencillo, que amanecía a la vez que el propio día y se acostaba cuando la luna comenzaba a resaltar sobre el fondo azul oscuro de la noche iluminada de París. Aquel día el cielo estaba despejado y se respiraba un aire de paz en la habitación, que presagiaba una buena jornada repleta de vitalidad y optimismo. Gilles vivía solo en su buhardilla escondida tras los muros de una callejuela de Montmartre y, como acostumbraba a hacer a diario, nada más salir de la cama se dirigió hacia su antiguo tocadiscos para llenar la pequeña estancia con la mejor música francesa de los años cincuenta y sesenta. Adoraba entrar al baño sin cerrar la puerta y canturrear en la ducha al son de aquellas notas de acordeón y armónica. Una vez aseado, vestido y desayunado -rara era la mañana en la que Gilles perdonaba su café con leche y el croissant que cada día le dejaba en una pequeña bolsa de papel su amigo Fred, dueño de la mejor Boulangerie del barrio -, cogía su viejo maletín de madera oscura y gastada, se colocaba con esmero su característica boina negra y se dirigía calle abajo hacia su lugar de trabajo; la famosa Place du Tertre. De camino silbaba la melodía de la última canción que había escuchado mientras se arreglaba y sonreía dando un cordial bonjour a todas las personas que se cruzaban con él. Gilles siempre había sido un hombre querido por todos en el barrio. Todo parecía discurrir con normalidad en aquella mañana apacible del mes de abril, en plena ebullición primaveral, pero pronto habría de sucederle algo a Gilles que le cambiaría el rumbo del día y de su vida. Ajeno a todo, continuó caminando y silbando como de costumbre, hasta que llegó y ocupó el mismo rincón de la plaza que llevaba ocupando desde sus inicios como retratista. Un rincón ganado a fuerza de trazo y carboncillo deslizándose con armonía por la rugosa textura del papel. Se decía entre los compañeros que una mirada retratada por Gilles, veía más que los propios ojos del representado. Así que poco a poco desplegó todo el material de trabajo y se sentó a esperar el aluvión de turistas que comenzaría a llegar en pocos minutos. A veces tenía la sensación de que, de pronto, abrían unas compuertas y la gente corría hasta llegar a aquella plaza, que se colmaba en cuestión de segundos. Comenzó con un niño sonriente y de rasgos nórdicos; después vino una señora joven latina con las facciones muy marcadas y un tono de piel tostado con aroma a mar; un par de niños más, un joven oriental y, como apareciendo de la nada, en mitad de un círculo de gente, áurea, pura, divina e impecable, una señora con más de sesenta veranos vividos, se acercó hasta él en busca de un retrato de calidad que demostrase la reputación de aquel pintor. Gilles no sabía lo que sentía y, por más que trataba de encontrarle explicación al suave cosquilleo de su estómago ya desentrenado para este tipo de sensaciones, no encontró más que un deseo irrefrenable de contemplar cada milímetro de su piel representado por sus manos sobre el lienzo. Aquella señora poseía la obra maestra bajo su rostro, el trazo perfecto en el contorno de sus elegantes arrugas y el exotismo del óleo en el lunar de su mejilla izquierda. Por primera vez en tantos años Gilles creía que acababa de tener un flechazo. Intercambiaron un breve diálogo que culminó con una cifra y la sonrisa de Corinne, como se hacía llamar la elegante señora. Al parecer, pese a haber vivido siempre en París, Corinne jamás había sido retratada por ningún pintor de la Place du Tertre y ahora quería poner remedio a aquello y cubrir un lateral de la pared de su habitación con el cuadro. Pese al extraño temblor en las manos de Gilles, el carboncillo comenzó a resbalar por el lienzo mientras sus ojos se clavaban en la sonrisa y la mirada del ángel que le habían enviado aquella mañana. Poco a poco la obra fue tomando cuerpo y ganando en realismo, gracias al increíble trabajo de sombreado que aplicaba Gilles, hasta que quedó culminada casi cuarenta minutos después del inicio. Nunca había necesitado más de la mitad de ese tiempo para acabar un retrato, pero en aquella ocasión había querido poner todo su empeño y calidad para deslumbrar a su musa con el trabajo final. Y así sucedió. Después del c'est fini dio la vuelta a su cuaderno y una sonrisa se dibujó de parte a parte de la cara de Corinne. Quedó tan impresionada con el trabajo, que insistió en añadir una propina al precio que habían establecido en un principio, pero Gilles se negaba en rotundo. Insistente, aunque viendo la imposibilidad de conseguir aquel propósito, Corinne cambió la propina por una invitación para comer aquel mismo día y así conocer algo más de aquel hombre que había sabido captar la esencia de su alma en un retrato. Aunque vacilante, Gilles aceptó sabiendo que aquella comida podía significar el principio de una relación que llevaba esperando décadas. Y pensó que tal vez en poco tiempo tendría que acostumbrarse a cerrar la puerta del baño mientras se duchaba, a avisar a Fred de que dejara dos croissants en lugar de uno cada mañana en su puerta, o a que al lado de su boina colgara un bolso del perchero. Lo que Gilles no sabía era que aquella mañana había encontrado el amor en los ojos de una bella dama que le habría de acompañar en cada despertar hasta el último de los días...

Y es que Sucede Que Hoy volví al embrujo de Montmartre...

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Sobre Aquellas Mismas Huellas

Pisar aquel lugar me traía de inmediato el recuerdo de aquella vez en la que te sorprendí con una visita relámpago sin más motivo, que el de susurrarte un te quiero desprevenido. Me había cruzado de parte a parte la ciudad sólo por compartir contigo un par de minutos que me endulzaran lo que quedaba de día. Te busqué por todos los rincones, pregunté, caminé y hasta corrí al saber que te quedaba muy poco tiempo para retomar las clases. Fue bonito regalarte aquella sorpresa, como bonito fue el beso con el que me la agradeciste. Pero de eso ya hacía mucho tiempo y, de nuevo en el mismo escenario, me sentí frágil y sin rumbo. Ya no tenía que buscarte, ni que preguntar, caminar o correr; ya no tenía siquiera que decir te quiero a unos oídos ahora sordos y desviados. Volver a pisar los adoquines por los que aquel día caminé con tanta energía y devoción me producía una sensación de despecho al compararlo con la desgana con la que entonces me movía. Y entretanto por mi cabeza rondaba el deseo de encontrarte de nuevo allí, entre la multitud. Sería tan fácil un descuido, un choque fortuito hombro con hombro ahora que me movía por los mismos lugares en los que solías estar... Tal vez me viste en la distancia y trataste de escapar de mi presencia por miedo a un reencuentro desprevenido, a un intercambio de palabras sin un guión preparado en el que, como ya hiciste, disfrazaras las palabras afiladas con algodones de color. O puede ser que simplemente cada uno comenzara a caminar en el sentido contrario al otro sin recaer en su presencia. El caso fue que no te vi y sin embargo aún guardo el presentimiento del reencuentro. Como si se acercara el momento de volver a escuchar tu voz; como si el destino y la vida se aliaran de nuevo con el tiempo para provocar nuestro cruce aparentemente casual. Será que es tiempo de regresos, de que todo vuelva a empezar. Será que septiembre acecha y tu ausencia no se debe prolongar.

Y es que Sucede Que Hoy fuiste una vez más presa de mi recuerdo...

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Atascada Entre Lágrimas

El atasco resultaba desesperante en aquel tramo de la ciudad en obras y mi estado de nerviosismo aumentaba conforme veía pasar los minutos en el reloj. Cada vez quedaba menos para la hora en la que debía presentarme en el trabajo y justo era mi primer día. Había salido con tiempo de casa para tratar de evitar lo que precisamente me estaba resultando imposible de evitar. Durante varios minutos fui espectador impaciente del cambio de secuencia lumínica del mismo semáforo sin llegar a avanzar ni un solo centímetro. Ahora rojo, ahora verde, ámbar y otra vez en rojo. El calor asfixiante, el claxon de los coches, el polvo de las obras colindantes y la cuenta atrás en el reloj, agravaban la escena. De nuevo el semáforo en verde y parecía que esta vez iba a poder desplazarme un par de metros al menos, mientras la fila de coches del carril de mi derecha permanecía estática. Aquello me vino bien para distraerme observando a los ocupantes de los nuevos vehículos de mi lado, después de haber memorizado a la perfección la ropa, gestos, cara, complementos y hasta tics de los que antes permanecían cerca de mí. Pero pronto fue el otro carril el que avanzó unos pocos metros, hasta que de nuevo el semáforo cambió y el coche que se detuvo a mi derecha resultó estar ocupado por una chica joven, morena de piel y cabello, con unos ojos preciosos, pero bañados en lágrimas. Se me encogió el corazón al ver con qué amargura y qué pesar lloraba desconsolada en el interior de su coche. Iba sola, sin nadie que pudiera calmarle, sin la compañía de algún alma que tratara de consolarle. Yo era la persona más próxima a ella en aquel instante y me llené de rabia e impotencia por no poder ayudarle. Tal vez había tenido una discusión, una mala noticia por teléfono, un encuentro indeseado, un recuerdo doloroso y mal tapiado... Lo único que sabía era que en aquel instante estaba sufriendo demasiado. Y se me estremeció el alma sin saber el motivo ni conocer a aquella chica, pues sin ser consciente de la causa, sí lo era de cómo se siente uno en un momento así y no encuentra un hombro cerca para apoyarse. A sólo metro y medio de mí, a dos ventanas de distancia, seguía derramando lágrimas que rodaban por su cara hasta la barbilla, donde se producía el gran salto al vacío que finalizaba en sus piernas. Con las manos se frotaba los ojos, pero resultaba inútil ante el caudaloso fluir de lágrimas saladas. El semáforo volvió a cambiar a verde y desganada introdujo la primera marcha y, justo en el momento antes de avanzar, se giró hacia mí con el sofoco apesadumbrado de aquel incesante lloro. Me descubrió mirándole con cara de auténtica pena y lo único que pude hacer fue regalarle una sonrisa de compasión. No esperaba su reacción, al menos no su buena reacción, pero lo cierto es que, al verme dibujar aquella tímida sonrisa, copió mi gesto y, asintiendo lentamente con la cabeza, pude leer en sus labios un "gracias" que me llenó de calma.

Y es que Sucede Que Hoy te vi desconsolada y sufrí...

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La Ventana Indiscreta

Todas y cada una de las noches del último año, me acostaba y me levantaba viendo lo mismo a través de mi ventana. Aquella casa vacía y sin vida, de paredes frías, solitaria. Nunca nadie la había ocupado desde su construcción, apenas tres años atrás y, aunque durante un tiempo el cartel que anunciaba su venta colgaba de la puerta de acceso a la propiedad, ya hacía varios meses que había desaparecido. Recuerdo aquel día a la perfección. Volvía a casa tarde y, al llegar, me percaté de la ausencia de aquella lámina metálica de color verde en la que figuraba el teléfono de la inmobiliaria. La excitación se apoderaba de mí conforme me preguntaba cómo serían los nuevos vecinos. Imaginaba una familia, no sé, tal vez de cuatro o cinco miembros, llegada allí con motivo del traslado por el cual, el padre de familia debía liderar una nueva sede de alguna famosa multinacional recién inaugurada en la ciudad. Aunque a decir verdad, lo mismo podía ser aquella familia como otra que, después de vender todas las posesiones e invertir todos los ahorros, por fin habían adquirido la casa de sus sueños. Pero el caso es que ambas familias, incluso cualquier variante que se me pudiera ocurrir, compartían el hecho de contar entre sus miembros con una preciosa chica que rondaba los veinte años de edad y a la que, curiosamente, asignaban la habitación cuya ventana enfrentaba directamente a la mía. Esa misma que durante más de dos años había contemplado cada noche con la esperanza de ver el reflejo de una luz, o la sombra de unas manos sobre la pared, o unos ojos perdidos oteando el horizonte. Desde aquel instante nunca más vería cómo mis ilusiones eran devueltas en forma de persiana cerrada y oscuridad total, de silencio y soledad al otro lado de aquel cristal. Imaginaba el momento de las presentaciones, una cena de bienvenida, coincidir alguna noche al sacar a pasear al perro, compartir miradas en la distancia a través de las ventanas, observarte regar los preciosos geranios rojos con los que habías adornado tu balcón, o lanzarte mensajes secretos a través de aviones de papel directos a tu habitación. Imaginaba que podía intuir tu figura entre las finas láminas de la mallorquina, o a través de la suave tela de tus cortinas. Escucharte cantar, observarte estudiar, leer, bailar. Convertirme en un espía indiscreto a través de tu ventana, o quizás observarte detenidamente mientras te tumbabas al sol en el jardín, o tomabas el baño en la piscina que alcanzaba a ver sentado desde mi propia habitación . Quién sabe si tal vez podría llegar a averiguar cuál era la visión de mi cuarto desde tu ventana... Salir cada mañana a la misma hora cada uno de su garaje, para dirigirnos a la facultad, o recurrir al viejo truco de la sal cuando llevara varios días sin poderte contemplar. Y llegar a ser capaz de escribir tus memorias sin más conocimiento de ti, que el que me permitía intuir el pequeño mundo que se divisaba a través de tu ventana. Pero desgraciadamente el tiempo pasa y aún sin cartel, nadie habita en el interior de aquella casa, ni la figura de ninguna joven se escudriña a través de la ventana cerrada que observo cada noche y día.

Y es que Sucede Que Hoy quise imaginar a mi potencial vecina...

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Cruce De Miradas En El Patio De Butacas

Se apagaron las luces y el silencio reinó en la misma sala en la que apenas unos segundos antes el griterío nervioso e impaciente de la gente se había apoderado del espacio. Todo el mundo estaba expectante, por fin la obra iba a empezar, por fin el espectáculo de luces, música y colores se disponía a comenzar. El patio de butacas, los palcos, los pasillos, todo estaba a rebosar aquella noche en la que Madrid me acogía para contemplar el musical. Los acordes de una conocida canción comenzaron a escucharse y poco a poco los actores fueron apareciendo en escena, al tiempo que los focos iban iluminando la gran platea. Aproveché el momento de máxima luminosidad para echar un vistazo general al interior del teatro cuando, en el camino de vuelta hacia el escenario, mis ojos se cruzaron con los suyos al otro lado del pasillo. Apenas estaba dos filas más atrás y por alguna extraña razón su mirada había ido a coincidir con la mía, deslumbrándome más que las propias luces de colores. El aplauso del público me sacó de aquel estado de asombro al que el encuentro me había transportado. El show continuó y en el breve lapso entre canción y canción, aprovechaba para volver la vista hacia su butaca hasta el momento en que me descubría espiándole de lejos. Era entonces cuando a mí me invadía la vergüenza, mientras que a ella se le esbozaba una irremediable sonrisa. Tuve la sensación de que el interés de aquella noche ya no se encontraba tanto en lo que se representaba sobre el escenario, como en conseguir intercambiar palabra con ella. Necesitaba saber su nombre, su teléfono y hasta su vida. Así que, después de más de una hora de miradas furtivas y disimulos poco eficaces, aproveché el descanso de la obra para salir y encontrarla en el zaguán del teatro. Seguramente aprovecharía la escapada para retocar en el baño su maquillaje, su peinado, o para comprarse un refresco que calmara la elevada temperatura que parecían desprender sus ojos en la distancia. Salí a paso ligero y entre empujones, pero le perdí el rastro y el encuentro deseado no pudo producirse. Le busqué incansablemente por todo el hall, en la entrada de los baños, en la cola y en la barra del bar, pero la música volvió a sonar y una voz femenina avisó por megafonía de que la segunda parte del musical iba a dar comienzo. Así que regresé algo desilusionado a mi butaca y, cuando me senté, comprobé que no ocupaba la suya. El show comenzó de nuevo y a mitad canción vi cómo entraba de puntillas en la sala y se sentaba con cuidado. En la mano no llevaba nada y ningún retoque parecía contemplarse en su cara, cuando vi que sacaba el teléfono del bolso y lo apagaba. Una llamada. Había salido del recinto para hacer una llamada. Después de apagar el teléfono e introducirlo en su elegante bolso, levantó rápidamente la cabeza recogiéndose el flequillo con la mano y miró directamente hasta donde yo estaba, cómo no, perdido en su imagen. Ahora la sonrisa fue mutua y los dos nos giramos al tiempo para seguir con el espectáculo, mientras las sonrisas eran incapaces de borrarse de los rostros. Con aquel gesto tuve la certeza de que al salir me esperaría, pues había comprobado que al entrar esta segunda vez, nadie de los que ocupaban las butacas de su lado había intercambiado palabra alguna con ella, por lo que deduje que había asistido sola.
Acabó el musical y todo el público brindó un merecido y continuado aplauso de reconocimiento a los actores que ahora saludaban abrazados con el usual rito de agradecimiento todos a una. De nuevo aproveché el momento en el que todos los focos estaban encendidos y a la máxima intensidad, para girarme y dejarme embaucar por su rostro a plena luz. Pero ya no estaba. Había aprovechado el entusiasmo y el fervor de la gente para marcharse sin problemas ni tumultos, adelantando su salida del recinto. Traté entonces de abandonar apresurado el teatro, pero los vecinos de butaca, entregados al aplauso eterno, me impidieron la salida. Probé por el otro lado y finalmente me vi obligado a saltar la butaca y salir por la fila de atrás a toda velocidad. He de reconocer que escuché más de un comentario directo hacia mi falta de educación en aquellos instantes, pero lo que nadie entendía era que durante aquella obra, mis ojos habían contemplado otra de mayor valor y belleza. Corrí hasta la puerta y contemplé desde arriba de los escalones la larga acera de la Gran Vía madrileña sin rastro de ella. Desasosegado eché a andar entre la multitud con su imagen grabada en mi retina, y busqué un restaurante en el que tomar algo antes de volver al hotel, apenas dos manzanas más abajo. Entré disgustado en el primero que encontré abierto y, nada más traspasar la puerta, mis ojos no dieron crédito a lo que estaban viendo. Era ella de nuevo, hablando por teléfono, cenando sola en aquella mesa para dos. Descarado y llevado por el impulso de quien cree en el destino y los encuentros, fui directo hasta su mesa y le pregunté si podía ocupar el otro sitio. La mueca de sorpresa que se dibujó en su cara no tenía precio, pero hizo un gesto de afirmación y allí esperé hasta que colgó. Entretanto tuve tiempo de deleitarme con la imagen de su rostro de cerca y el suave susurro de su acento de la pampa. Se despidió con un "otro para vos" y seguidamente miró fijamente a mis ojos. Traté de presentarme entre tartamudeos y sonrisas y ella hizo lo mismo. Al fin estaba consiguiendo lo que antes me había resultado imposible; Claudia, de Buenos Aires, periodista de una conocida revista del país, con el recién adquirido cargo de corresponsal en España. Aquel día le tocaba reseñar el musical de éxito para darlo a conocer al otro lado del charco. La edad la reservó, aunque estaba seguro de rondar la mía. Compartimos más de una hora y media de charla entre bocados, que por supuesto pagué yo, y después le invité a tomar la última en mi hotel. Quién iba a pensar que, al indicarle cuál era, después de poco más de diez minutos paseando, el suyo iba a resultar el mismo, pues todavía andaba buscando piso en la capital para quedarse una temporada y entretanto una habitación de aquel hotel cumplía con la función de ser su hogar de paso.

Y es que Sucede Que Hoy prefiero dejar aquí la historia...

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